Han pasado varios
lustros y mi cuerpo está hoy que se agita, siento escalofríos, el corazón se
halla lanzado a una velocidad descontrolada. Así lo siento, así lo manifiesto.
De esta manera lanzado por los recuerdos,
todavía se reflejan con nitidez en mi memoria los hechos narrados prácticamente
en directo para Televisión Española, por
el maestro de periodistas que fue Jesús Hermida.
Es de noche y me encuentro bajo la influencia
de las estrellas mágicas que me ciegan, que me acaban de trasladar de nuevo a
aquel 20 de julio de 1989, fecha en la que la nave estadounidense Apolo XI alcanza
sus objetivos, para que 24 horas después, Aldrin y Armstrong comiencen a dar
sus primeros brincos sobre la superficie selenita, mientras que Collins se queda
al frente del módulo de mando. “Ha sido un pequeño paso para el hombre, un gran
salto para la humanidad”, dice Neil Armstrong, que fue el primero en abrir la
puerta de la nave.
Entonces era un
adolescente con vocación inamovible de periodista que quería ser como Hermida, sintiendo
también la pasión de un enamorado del deporte y de la aventura; vamos, una
época, un tiempo de mi vida, en la que la imaginación no me faltaba ni antes ni
ahora, por lo que gozaba de todos los ingredientes para fantasear. De esta
manera disponía de los aires suficientes que me permitían y me permiten ser un comunicador al que le gustan los toques
que repartan sus gotas de humor, a veces ácido. También puedo asegurar que desde
mi tierna infancia (aunque no tan tierno todavía estoy en ella) he ido
asimilando a Emilio Salgari, a un Julio Verne fantástico que sigue
transmitiéndome un entusiasmo tal, que independientemente de la calidad permite
que por poco lucido que esté, mi cerebro nunca se halle en estado plano,
exceptuando alguna laguna.
Recuerdo que
cuando leí por primera vez “De la tierra a la luna” y posteriormente vi la
película muda en blanco y negro, con sus aires dosificados entre científicos y
satíricos, disfruté intensamente soltando para mis adentros y a veces también
por fuera, risas y miedos, según el momento. ¿Pero tenía tales contrastes el
astro selenita? Cada vez, cada año o cuando me place, me imagino vertientes
distintas capaces de hacer dudar de una salud mental que se sale de órbita. Puedo estar en la nave Apolo XI y ocupar los
espacios que fueron hogar de los tres astronautas anteriormente mencionados. Eso
es verdad, que cuando viajé a
Washington, me sentí el hombre más feliz de la tierra al visitar el Museo
Aeronáutico de los Estados Unidos. Subí
a la cabina del Apolo y comencé a deambular por una especie de misterioso éter
que avivó intensamente mi imaginación haciéndome disfrutar como un compañero
más de mis héroes; solo que no estaba allí Jesús Hermida para narrar mis incidencias.
Algún día les hablaré más de tres personas que hicieron historia.
¿Qué dónde me
encuentro ahora? Está muy claro. Desde que descubrí la luna me uní a un mundo
fantástico que a veces luce con intensidad en una especie de movimiento
continuo, pero con saltos de tales dimensiones que sacan a uno de órbita y
luego tarda una eternidad en volver.
Tengo la suerte
de contar con la dulce Blanca entre mis amistades más entrañables e
imaginativas. Está casi tan averiada como yo, pero con la belleza interna e igualmente
la externa de una musa que se transforma en una inspiración continua. Unas
veces ella y otras yo, nos llamamos a con los móviles a través de la operadora
Seleniaphone, con una excelente cobertura. En estos momentos me encuentro
rememorando, y buceo por el cerebro de Julito Verne. “¡Qué grande eres,
Julio!”, digo gritando, de tal forma que se me oye hasta en Marte. Es que como
me hallo sentado en la boca de un pequeño cráter y allí se está bien calentito,
no se puede pasar frío a pesar de que el sol no calienta, y ello favorece que servidor
de ustedes y mío entre por unos minutos en un estado letárgico. Repentinamente
y ante mi asombro, un cohete terrestre se incrusta en uno de los pequeños
cráteres que se asemeja al impacto en un ojo que deja tuerta a la luna,
mientras que con mi vista trataba de localizar a alguna selenita hechicera.
Entonces suena mi teléfono a todo volumen con lo del “toro enamorado de la luna
y lalara, lalará y…” ¿Qué voz aparece que es toda poesía? La de Blanca la
fantástica: “Gabino, Gabinito, eres un tarado al que hace mucho que no
escuchaba, ¿dónde te encuentras?” “Pues como siempre –respondo-, en la luna, no
en la de Valencia, que en estos momentos ilumina las pirámides de Egipto”. “Debemos estar muy cerca, porque desde aquí veo
Sicilia y gozo de la compañía de un lunático con una nariz tan larga que parece
un trombón de varas. Y lo malo es que quiere darme un concierto, dice que
romántico. ¿Qué hago con él?” Antes de contestarle le pregunto por las
selenitas y me dice que ellas no tienen trombón. Yo no entiendo nada, y a ella
no se le ocurre mas que soltar una risa maléfica en ese tono tan suyo y me contesta
eso de “¿en qué estarás pensando, pedazo de cenutrio? Como sigas por esa
dirección se lo contaré a Jimena, que tampoco se enfadará si le digo que hemos
estado juntos en la luna lunera cascabelera. Dirá lo que decimos todas: “¡Ay
estos hombres. En el fondo son unos infelices fáciles de engañar.
MANUEL ESPAÑOL
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