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Escenario del Teatro Romano de Mérida (Foto: M.E.) |
Mérida es una ciudad extremeña que me entusiasma y en la
que la Talía siempre musa con atributos de diosa en el teatro, tejió y extendió sus redes
en este mundo de los mortales. Una mañana primaveral, en un arrebato de entusiasmo,
sentí que iba a estar aún más atrapado. El cielo estaba nublado, si bien un perfilado
rayo de luz a la manera del más bello foco natural le iluminaba ella, que
parecía una esencia de belleza con un abanico de expresiones corporales rotundas
y plagadas de vida. Sí, estábamos en el impresionante marco del Teatro Romano,
que a lo largo de su dilatada historia ha sido escenario de antológicas
representaciones en las que han tomado parte los mejores actores de la
historia. Nombrar a Margarita Xirgú, Alberto Closas, mi querida y admirada
Nuria Espert, Aitana Sánchez Gijón, Margarita García Ortega, Carmen Bernardos,
la familia Vicó, la Gutiérrez Caba, Carlos Hipólito… Me planto ahí, porque para
ser justo debería confeccionar una lista interminable.
Ella y yo, Alejandra Mansilla y Gabino, éramos los únicos seres vivos de la
especie humana que estaban en todo este recinto. Cuando entré, ella acaparaba
la iluminación, de este foco que le regalaba la naturaleza. Poco a poco fui
tomando asiento en la primera fila del graderío hasta colocarme frente a esta
mujer marcada por la más alta sensibilidad interpretativa. La red nos acogía a
los dos, como encerrados en una carpa
transparente e invisible y que a la vez nos mantenía unidos. Aquello parecía
que iba a transformarse en un sueño cargado de poesía con ligeros toques de
amargura. “Y le dije: por favor, no me
hagas daño, por favor, no te rías de mi amor. Y luego le dije: por favor,
acéptame como alguien cuya sola alegría es tu existencia en este lugar
miserable”. No pude hacer otra cosa que aplaudir y gritar repetidas veces
eso de ¡Bravo, bravo, bravo! Sus ojos verdes, su gesticulación y su buen decir,
me habían cautivado, devolviéndome por unos minutos, por unas horas, a mi
natural estado surrealista, como surrealista era la propia Alejandra PIzarnik
(1), una de las más grandes poetas de Argentina, extraordinaria representante
de la generación de los años 60 y autora de este verso.
Se desvió por un momento del foco natural que e iluminaba
tan especialmente y pensé que había invadido su terreno reservado a su intimidad interpretativa. Pero
para mi sorpresa y con su dulce acento del
País de la Plata, me preguntó si le había gustado su mini representación. “Me
ha entusiasmado, me ha sabido a poco”. Esa fue mi respuesta. “Señor, ¿Puedo continuar” Ya no tenía palabras
para devolverle y opté por otra serie de aplausos y “bravos”. Ella se llevó la mano derecha a sus labios y
lanzó un beso a distancia en mi dirección. Aquello constituyó una lluvia persistente
de lirismo mágico sobre el que giraba mi mente. Más y más poemas me hacían
entrar y tratar de buscar razonamientos a las palabras de esta poeta argentina,
de la que me he comprometido a comprar sus libros.
Mi inicialmente inesperada amiga Alejandra Mansilla (no
estaba en el guión del día) bajó del escenario como si fuera una reina, y poco
a poco el haz de luz se fue difuminando; pero no llovía y la carpa invisible
nos protegía, creándose en nuestro entorno dentro de una atmósfera muy especial. “Me has hecho
disfrutar intensamente con tu arte declamatorio. Estoy aquí porque al gustarme
tanto disfrutar de esta España nuestra, durante unos días espero recorrer una
Extremadura que me tiene cautivado desde el primer momento. “Ay, ¿cómo has
dicho que te llamas? Es que mi memoria no es buena, y creo que por eso no he
podido ser actor. Me gustaría recitarte a Atahualpa Yupanqui, Miguel Hernández,
Juan Larrea, Gerardo Diego, Gabriel Celaya, los hermanos Machado…” A la otra le
da por reír y decirme estar convencida de que sería un buen actor, que modulo
muy bien “porque se ve que tienes mucho cuento”. Nos reímos los dos y Alejandra
me explicaba que es de Córdoba, que vive en Buenos Aires y pasa mucho tiempo en
Mar del Plata. “Nací hace 25 años, mis padres eran profesores de un instituto un
tanto progres, y seguidores de la literatura de Alejandra Pizarnik, motivo por
el cual me pusieron su nombre, y con el paso del tiempo me aprendí casi toda su
obra. Como soy actriz me vine a España para aprender junto a otros
compatriotas. De Madrid me he venido sola hasta aquí, porque quería que la
poesía de Alejandra Pizarnik sonase en los cielos de Mérida, en este paraíso en
el que estamos ahora juntos. ¿Sabes que eres muy simpático y sensible? Me gusta
estar contigo”. Al poco comenzó a chispear, saqué un pequeño paraguas y nos
dirigimos a uno de los túneles que comunican la periferia con el graderío.
Decidimos ir a comer juntos unas delicias extremeñas, y a la salida, unos
chicos jóvenes como Alejandra, exclamaron: “¡Vaya bombón el que acompaña a este
viejo”, lo cual me sentó muy mal. Ella lo arregló: “Este viejo es mi amante y
vale más que vosotros” y cogidos del brazo, decidimos soltar unas sonoras
carcajadas. Por cierto, la comida, exquisita.
MANUEL
ESPAÑOL
(1) Alejandra Pizarnik, de
ascendencia judía, nació en 1936 y se suicidó a los 36 años al ingerir
cincuenta pastillas de barbitúricos.
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