La cabeza da vueltas y mi brújula ha
perdido todos los puntos cardinales. Pero poco a poco las nubes se despejan y
el sol comienza a iluminar con el encanto del amanecer al principio de la época
estival. Empiezo a notar que mi lecho no es mi cama, que Jimena no está a mi
lado. Comienzo a pensar que estoy perdido, que no sé de donde vengo ni a donde
voy. Y sin embargo sonrío cuando a estas visiones borrosas uno el cantar de los
pájaros que revolotean locamente a mi alrededor. De repente noto que mi cuerpo
se empapa de un agua que hace se desborde a través de un arroyo salvaje y
sorpresivo, que viene de no sé dónde. Intento abrir los ojos medianamente y
también los oídos se ponen a escuchar las tonterías inconexas de los demás.
Poco a poco afino mis tarados sentidos, mientras oigo palabras y frases como
“capullo, tonto, loco surrealista de escaso pelo…” ¿Y todas esas lindezas son
para mi? Parece que sí, que a lo lejos escucho la voz recia de mi primo el noble
pero bruto Pepitín y dos de los ayudantes de su granja. Me alegro de verle a él
y a otro de mis primos, Fernando, que
se añade poco después a la búsqueda de este destarifado, sí, me refiero a ese primo que quiso aprender a tocar la trompeta que le había comprado en Zaragoza a un
ambulante que iba acompañado de una cabra equilibrista. Y me da, sin más ni más, por reír y
escuchar la música del trompetista del pueblo de al lado. Primito, que con tu
música pusiste de mala leche a todas las vacas de tu entorno y echaste a perder
buena parte de la economía del valle. Pero qué degenerado, que lo primero que
aprendiste a tocar, fue eso de “las vacas del pueblo ya se han escapau y tararí
que te vi”. Destalentado. “Pues anda que tu…”, oigo a mi lado.
Y
tan pronto perdía el conocimiento y tan rápido lo recuperaba, que no sé que
pasaba con intermitencias tan rápidas por mi bolo, que de repente se me hizo el
silencio (no podía ser de otra manera), me puse de pie y comencé a tambalearme
y a sentirme un bailarín a lo Nureyev mientras yo creía escuchar y danzar al
son de la “Barcarola” de Offenbach. Levantaba una pierna y me caía, quería
sonreír y mover finamente las manos y… caí
enterito al arroyo. Allí había comenzado a espabilarme de verdad. Entre mis primos y
sus ayudantes me consiguieron sacarme fuera. Como no tenía fuerzas para nada, no pude evitar
que me desnudasen por completo para poner a secar la ropa. Y para mayor
comodidad, a fin de sentarme con cierta placidez, no se les ocurrió otra cosa
que ponerme por encima de un saco de arpillera. Y un servidor, obediente, tuvo
que poner las manos de tal manera que parecía a un Adán que se tapaba con una
hoja de pata para ocultar sus vergüenzas cuando era expulsado del Paraíso. Solo
me faltaba al lado una Eva para completar uno de los cuadros de del pintor
húngaro Alberto Durero, una maravilla que está en el Museo del Prado. Dije tal
cosa sin picaresca intención. “¿Pero de donde íbamos a sacar a una Eva de tal
belleza? –dijeron los primos- Además a tu Jimena no le hubiese sentado nada
bien y nos hubiese dicho traidores. Mira, mira, que por ahí viene”. “Sí, y ya
solo falta que le acompañe la tía Cuqui, y tenemos el lío montado. Se enterarán
en todos los pueblos del valle”, comenté.
“Pero de qué lío debemos enterarnos?,
¿qué haces ahí desnudo?”, dijo Cuqui que venía por detrás. “Nada, es una
tontería nuestra” contesté, mientras que Pepitín y Fernando me soltaron a dúo
eso de que “la tontería es tuya, que por tu culpa estamos todos aquí. Así que
cuenta, cuenta y di la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”.
De repente me pongo serio y ante el apuro
voy recordando: “Esperad, que me pongo de pie mientras me tapo con la
arpillera”. Con cara de pocos amigos pero poniendo mucha guasa, a Jimena no se
le ocurre otra cosa que decir. “¿Pero a estas alturas, Gabinín de mi alma?”,
mientras que la tita no para de carcajearse: ”Si a este casi lo parí yo y me
encargaba de él cuando sus padres se iban de casa. Le cogía en brazos, y nada,
lloro que te lloro, hasta el culete te he limpiado. Le cantaba una nana y aún guerreaba más: así hasta que
encontré el remedio. Tomé una botella de anís y con la ayuda de una cucharilla
se la daba, por lo que se dormía al
instante. Ay, ay, ay, ay, cuando se sienta en el sillón y le veo roncar, me
entran unas ganas de darle más anís, porque la cara de bueno que pone… es para
comérselo. Y podría contar muchas más anécdotas y hasta indiscretas; vamos,
para partirnos de risa”.
Mientras la tía se iba de la lengua, me veía
tan apurado que de repente me entraba la sensatez, algo raro en mi. Así que me
levanté con la rapidez de un rayo, aun a pesar que me quedara como Adán, pero
sin hoja de parra. “Vale, lo diré todo. Y tu, Pepitín, no mires, que luego
vienen las comparaciones y eso no me gusta. Resulta que nada más salir de casa
me encuentro con estos en una taberna, me ofrecen unos tragos de Chinchón, y
les digo que no, que me sienta mal, que lo que quería era estar bien despejado
para ir monte arriba y pernoctar cerca del arroyo. Chaladuras que le dan a uno.
La noche estaba tan estrellada y tan hermosa, que estos capullos dijeron que
también irían, pero después de haber dado cuenta de una fuente de boletus muy
bien guisados y ostentosamente servidos. “Pues arriba os esperaré”, les dije, y
emprendí la marcha hacia aquí con una hora de ventaja”. Como Jimena y Cuqui
también tenían ganas de echar un trago, se plantaron en la taberna amiga, “y
allí nos dijeron que os habíais ido hasta lo más alto de la Cuesta del Arroyo.
Un par de tragos y nos dijimos, pues nosotras, también. Y aquí nos hemos
encontrado todos con una estampa que no esperábamos. A ver, Gabino, sigue
explicándote:
“Como la noche ha sido tan clara se
iluminaba bien el paisaje, e insensato
de mi, he prescindido de la linterna frontal, lo que me ha producido un traspiés
tras otro sin importancia. Ya estaba viendo mi punto de destino y me parecía oír un sonido desagradable, que me ponía nervioso por momentos. Con el bastón
montañero de apoyo en posición preventiva, vuelvo a escuchar lo que parecía un
silbido. Era una culebra que se apoyaba únicamente en la cola y agitaba el ritmo
cardiaco. Tiré la mochila y me seguía, tiré el bastón y me seguía, corrí todo
lo que pude cuesta arriba, tropecé con una piedra y
perdí el poco conocimiento que tengo, no sin antes haber escuchado de nuevo eso de “las
vacas del pueblo ya se han escapau”. Lo demás ya lo sabéis todo. Pero por
favor, no contéis nada por el pueblo. Y
si os preguntan en la taberna podéis decir que nos divertimos mucho.
Cuqui y Jimena me abrazan muy
cariñosamente. “Pobrecito nuestro, lo que has sufrido. No les hagas caso a tus
primos, que aunque malos no son y te quieren mucho, les gusta la guasa. A
partir de ahora que ya ha amanecido, bajaremos alegres y felices. Vamos a casa de la tita y desayunamos un rico chocolate con churros”.
Como quiera que un servidor de ustedes y
de quien desee había recuperado el sentido del humor, grito señalo: “La
culebra ya ha vuelto y viene hacia aquí. Sustos y más gritos”. Pero es verdad,
el bichito de marraras se halla enroscado a la mochila y no se mueve. Ni lo
toquéis, vamos a dar la vuelta y abandonamos el equipaje. “Y qué habías
traído?”, me pregunta Jimena: “una maza de jamón, un chorizo ibérico (de cerdo,
no piensen mal), y una botella de rico Somontano; total, nada. Y lo que es
peor: una brújula”. “Y la brújula para qué la quieres?”, me pregunta Fernando.
Total, que a base de risas y más risas
aún hemos podido degustar el rico chocolate con churros y nata, que se
sepa que para estos menesteres, la tía es única.
MANUEL ESPAÑOL
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