En mi entorno suena
la “Gran Polonesa” de Chopin, que me incita a levitar. Ha llegado el momento de
los sueños, de dar vida a mi propio mundo, ese que gira y gira y vuelve loca y
a veces divertida a la brújula que nunca llego a entender. Sorpresas que da la
vida. Me siento en el sofá y apoyo mi cabeza en la parte superior del respaldo,
estiro las piernas, me relajo y me excito a la vez en un continuo palpitar. Así
comienzan a aflorar mis sonrisas felices que
me conducen a cerrar los ojos y
dejarme llevar en busca de la consecución de la magia que envuelve, de las
notas que marcan mi presente. Me encuentro más vital que nunca, pero al mismo
tiempo resulta imposible cortar la
afluencia de mis, aunque parezca mentira, “realidades” oníricas. Tengo la
impresión de que he perdido el sentido
de la gravedad, sin duda he iniciado un viaje fantástico a través de un firmamento lleno de puntitos
brillantes, pero que ilumina y te mantiene en tensión. Quiero moverme, danzar
en medio de una imaginación alegremente afectada por una sensación
embriagadora. Y mi espíritu ríe sin saber a donde voy ni por que. Es igual.
Repentinamente, a lo lejos, siento la presencia de un caballo alado parlante
que me invita a subir a sus lomos para conducirme por esos mundos que “no
olvidarás jamás”. Y la Gran Polonesa suena cada vez con mayor intensidad
transmitiendo su grandeza.
Siento miedo y a la vez una emoción diría que
desmedida y no conozco los motivos que
me mueven con una ligereza tan intensa, mientras la cabeza invita a dejarme
llevar, a no pensar, a despegarme de la lógica, a veces tan traidora como
divertida. Me pregunto donde estará la Vía Láctea, dónde se hallan esos carros
de fuego que dan calor y luz y agitan el cerebro. Siento ganas de gritar y no
se de los motivos. El alado se asusta ante mi inquietud y me dice que calle,
que no perturbe el ritmo pausado de los astros provocando de esta manera una
nueva guerra de las galaxias. Ante tamaña amenaza opto por el silencio, pero mi
inquietud sigue latente, mientras desde las entrañas noto la presencia de
elementos muy dulces y a la vez sumamente hermosos que invaden mis sentidos con
sus dosis pletóricos de luz muy intensa
y de todos los colores.
Pegaso, que es como
se llama el caballo alado, me indica que “acabamos de entrar en el Olimpo de la
música”. Le digo que no se si creerle, que ya había estado allí otras
veces y el lugar no se parece a ninguno
a de las anteriores ocasiones. Este
“Babieca” con alas que parece no poderme soportar, frena en seco y hace que
salga por encima de sus orejas. Presiento que estoy a punto de estallar en la
caída, pero la verdad es que me quedo sentado encima de una nube con formas
algodoneras. No hace ni frío ni calor, y
la fuerza de la gravedad parece que sigue sin existir. Una sensación muy
placentera a pesar de todo. Pero echo en falta a Pegaso, porque no encuentro
ayuda que me oriente en este mundo extraño en el que me hallo. No es difícil,
si bien todo indica que el cerebro igualmente me ha abandonado. Repentinamente
me da por implorar con desesperación: “Babieca, Pegasin, no me dejes tirado en
este lugar de no sé donde. Te necesito, perdona, y ayúdameeeeee”. El animal
reaparece con todo su esplendor y consigue
que me ponga contento a pesar de su carcajada burlesca: “Capullo terrícola. Si
has dudado antes de mis palabras, ¿por que ahora me pides ayuda?” Lo cierto es
que me tiene prendido y no me queda más remedio que decir el consabido “lo
siento mucho, ya no volverá a suceder una metedura de pata como esta. Dime de
verdad, ¿cuando llegaré al Olimpo de la Música?” Vuelve a desaparecer Pegaso, pero en un
instante, el espacio se ilumina con un rayo sobrenatural y para mi sorpresa
vuelvo a encontrarme con una musa tan importante para mi como Edith Piaff, acompañada de su sonrisa con un toque, no sé
si ambiguo o de misterio. Edith sabe que me da calor su voz desgarrada, su
forma de presentarse, que viste de una gala sobria en los propios escenarios, que
me hace disfrutar, especialmente cuando canta el inolvidable “Himno al amor”. Edith
me da un beso muy cálido que sabe a poco y enardece, mientras que instantes
después aparece el acordeonista Aimable, un hombre hacedor de magia y
provocador de sensaciones encantadoras con su instrumento. Después de tan
impresionante e improvisado recital, esta mujer desgarradora y creadora con su
estilo único, se acerca hasta mi, que me hallo extasiado, consigue que se me
enciendan las luces del corazón y que le recuerde aquellas palabras que le
dedicó su amigo y admirador el escritor francés Jean Cocteau: “El canto viene
de los Ángeles”. Ahora sonríe abiertamente, abre los brazos extendidos en forma
de cruz, junta sus manos de nuevo, las lleva a su boca y antes de desaparecer me
lanza al aire dos besos unidos por el éter,
que no olvidaré jamás
Acaba un recital mágico
e inimaginable, pero reaparece el
caballo alado para decirme que “lo siento, pero el tiempo se ha acabado. Es
momento de que retornes a la realidad”. Le contesto que no me quiero ir, que mi
realidad está entre las nubes, pero que por favor, que me dé otra ocasión, que
seré sumiso y humilde, Por hoy _me dice_ deberás conformarte con Joan Sutherland”.
Aparece la diva y comienza a sonar la habanera de “Carmen”, tal y como no había
escuchado nunca. Ella me deja de recuerdo una hermosa flor.
Me encuentro de
nuevo en mi sofá y trato de seguir con las notas de la habanera, pero Jimena me
hace el dueto partiéndose de risa, mientras pronuncio casi sentencialmente la
palabra “Volveré”. Una nueva carcajada de Jimena me despierta del todo,
mientras la indiscreta de ella pregunta que donde pienso volver. “Ya te lo
contaré algún día”. “Pues donde vayas,
yo iré contigo”, termina diciéndome con una guasa que no me atrevo a contestar.
MANUEL ESPAÑOL
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