La tía Cuqui, a caballo. (Dibujo: Pablo Español)
A veces, demasiadas quizás, se me puede
encontrar en tiempo muerto, con la mirada perdida y a la vez fija en el cielo
terrícola. Da la sensación de que estoy hipnotizado. “¿En qué piensas?”, me pregunta el capullo de Pepito Grillo con su peor “mala milk”. Sí, claro, me refiero a la voz de una
conciencia atormentada a veces y jocosa en otras, como es la mía. En esta
ocasión me pilla de una manera tan de improviso, que soy incapaz de articular respuesta elegante, como
es habitual en mi. Tan solo me sale decir que “en Mr. Donald Trump, so
capullo”. “Ay, chico, -me suelta Pepito- no seas tan mal hablado. No me importa
que me llames capullo, pero decir el nombre de ese americano USA, es de muy mal
gusto”. Dejo la mirada fija y me oriento
allá donde creo que está este “bicho” que se ha metido en mis entrañas y suele
acompañarme a todas partes, y nos ponemos a reír juntos. Por una vez sin que
sirva de precedente parece que nos hemos puesto de acuerdo. ¿Por cuánto rato?
Tengo mis dudas.
Estoy en mi casa de Zaragoza y
repentinamente suena el teléfono móvil, que no sé del punto exacto donde se halla.
En ese habitáculo que sarcásticamente llamo despacho, no lo encuentro; en el cuarto dormitorio de Jimena y mío, tampoco.
“Podrías mirar en el cuarto de baño”, me dice el Pepitongo este, a quien le
contesto con un corte de manga, si bien
un vez calmado en mis reacciones, decido hacerle caso. “Jo, Pepito. Eres tan
pesado y a la vez un bicho insignificante que pica y hace daño, que por hacerte
callar….” Abro la puerta, pongo los ojos
como platos y me doy cuenta que el “telefonino” se encuentra debajo de la
ducha. Afortunadamente no había soltado el agua, aunque un ligeramente húmedo,
diría también que un poco mojado, ya se encuentra. “Ji ji ji ji ji ji…” sonríe el
bicho, en un tono gili que tanto me enfurece, de tal manera que agarro con
cierta fiereza una de las zapatillas caseras que llevo puestas, a fin de matar
al parásito que ya forma parte de mi mismo; aún pongo a tiempo freno a mis
impulsos, cuando me doy cuenta de que
Pepitín ha huido al interior de
mi oreja derecha, y claro, no es cuestión de quedarme parcialmente sordo. Así
que me pongo a secar el teléfono y me doy cuenta que la llamada procede de mi
tía Cuqui, y eso me preocupa.
Preocupado ante una posible urgencia,
llamo inmediatamente desde el teléfono fijo: “Tita, cariño, ¿estás bien?”.
Ella, que se encuentra en Biescas: “¡Ay, Gabino, ¿te acuerdas de aquel cura
venía en tiempos a casa a participar en una de esas tertulias que tu
calificabas de “Rosario y chocolate?”. Pues bien, sobrinito mío, este chapado a
la antigua ha venido a verme al cabo del tiempo y a pesar de hallarse mucho más
achacoso, me ha vuelto a amenazar con la excusa de los buenos recuerdos. Te he
llamado porque como no sé decir que no, incluso aunque a ese caballero aún con
sotana que ya le eché una vez porque no hacía más que pedir dinero para los
gastos de arreglo de la iglesia, además se llenaba la barriguita de colesterol
y acababa con la cosecha de vino rancio que me reponía de mes en mes mi amiga
Leonor. ¿Y ahora qué hago Gabinín?”. Recuperado el sentido del humor por mi
parte, no le digo otra cosa que “invítale a una merienda junto a las damas de
las fuerzas vivas y les ofreces una ensalada de lechuga con pimienta, y te
garantizo que ese nunca más volverá a tragar en tu casa”. Ella me suelta una
sonora carcajada y me dice que “por lo menos, contigo me río. Sobrinazo, no
cambies, que siempre tienes solución a tu manera ante cualquier problema. Ten
la seguridad de que ahora mismo le llamo al mosén este por teléfono, y le digo
que tengo el tiempo ocupado contigo y tus correligionarios de la buena
filosofía de la vida, y tampoco creo que le queden ganas de asomarse por aquí,
ante el miedo y la vergüenza de quedarse rojillo ante vosotros como un tomate
maduro”.
Nuevas risas a ambos lados del teléfono e
ironías sobre mi fuerza persuasiva envenenada sin excesiva malicia. “Pues anda
tu, mi Cuqui querida, que por nada del mundo me gustaría tenerte de enemiga. ¡Qué
peligrosa eres”. Bueno, voy a tener que colgar porque de un momento a otro
espero que llegue Jimena, que me llamará vago y no sé cuantas cosas más, porque
si no me arreglo me encontrará hecho un desastre y casi sin ropa. ¡Ay tita!,
bombonazo de chocolate mío, te envío miles de besos y… cuidadíto, no te
desmandes demasiado, que también eres de temer. Mua, mua, mua, requetemua!”.
Llega Jimena en ese momento, quien con
mucha retranca me pregunta: “Hola, mi amor inteligente y fiel: ¿a quien besabas
tanto y le llamabas bombonazo?. “A una amiga de toda la vida”, le contesto,
para indicar a continuación que “era Lucrecia…”. Ella me corta, ríe sin
contención para acabar señalando: “Eres
más tonto que “Donald el americano”. A Lucrecia la acabo de dejar a la puerta
de casa, que me ha acompañado después de haber compartido la mañana en el
gimnasio. ¿A quien le decías esas zalamerías todavía con el pijama mal puesto?
Ahora dime la verdad”. Al final confieso la verdad. “¿Y a la tía Cuqui le
decías bombón de chocolate?”. “Mi vida
–le respondo tomando de nuevo el teléfono- ahora mismo te marco el número de
ella, y que te cuente cuanto quieras preguntarle”. Al otro lado “Hola de nuevo,
cariño de sobrino. ¡Ay lo que me he reído después de esas soluciones tuyas de
“Rosario y chocolate”…. Ja ja ja ja ja ja. Luego le llamo a tu mujer para
contarle y reírnos juntas de cómo me ayudas a solucionar los problemas”. Jimena
corta las palabras de la tita a quien tanto quiere, y tan solo dice: “Que no me
dejas explicar, que Jimena soy yo. ¿me has entendido?” Se multiplican las
muestras de humor; después ella me mira con ojos de la tonta al estilo Melanie
y me pide perdón. Me muestro triunfador, y hasta un tanto orgulloso, la acerco a
continuación para estrecharla entre mis brazos…
El desenlace, piensen bien a su gusto y
decidan.
MANUEL ESPAÑOL
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