Aquí estoy en un rinconcito del Madrid de
los Austrias, muy cerca del Palacio de Oriente. Sí, he plantado mis reales con
un caballete de apoyo, para dar rienda suelta a mis locuras, que después de
meses en plan juicioso, con algunas salpicaduras de mala “milk”, he sentido la
necesidad de convertirme por un corto espacio de tiempo en un cómico tarado de
la legua. Llego al lugar ataviado con una blusa de pintor artista de los de antes, unos pantalones bombachos,
una boina aragonesa y una mochila. Es día de fiesta y no se puede avanzar en
medio del gentío, por lo que me quito la chapela, la elevo y agito por encima
del hombro derecho, y grito al límite de mis fuerzas: “¿Cómo están ustedes?” .
No contesta nadie, y repito de nuevo eso de ¡cómo están ustedeeeees…!. Y así
hasta la décima, que un grupo de chiquillos contesta a coro: ¡Bieeeen! Un
imitador del caudillo que muta por los entornos como hombre invisible, se
apiada de mi y por puro sentido del compañerismo insiste de manera repetida y
no muy afortunada: “Abrid paso a este payaso y formémosle un corro”. Lo hacen y
es muy amplio. Me pongo coloradísimo, más que un tomate maduro, porque mira que llamarme payaso con lo poca cosa que
soy… Que me perdonen los grandes de las risas por intentar imitar a algo tan
serio y digno, porque además de ser periodista de profesión, siento que un
clown es un auténtico benefactor de una humanidad agitada por un sistema nervioso desquiciado.
“Ay Gabino, en qué lío te has metido.
Aquí me planto porque no sé cómo vas a salir de esto” me pía a los oídos ese
Pepito Grillo que dice ser la voz de mi conciencia, y al que me dan ganas de aplastarle de un
bofetón. Lo malo es que como soy muy bruto pienso que si lo hago me puedo autolesionar
y quedarme sordo, y claro… eso no. Así, sin más ni más, suelto una carcajada
para ver si se produce el efecto contagio. Y a la gente le dan inexplicables
ataques de risa. Y yo que pretendía cantar un aria de “La boheme”…. Habrá que
cambiar sobre la marcha. Y “Pepito”, que me pía de nuevo, y un servidor que
desea serlo del bien común, comienza a hacer monadas que son aplaudidas.
Inexplicable.
Dejo la mochila sobre un banco, me quito
el blusón, los pantalones y la boina y
termino quedándome en calzoncillos. Y sigo sin entender, que a la gente le sigue
dando por reír y estallar en aplausos. Saco el neceser de maquillaje y
seguidamente en el armazón pongo una especie de cuadro tapado. “Aaaahhhh, es
pintor”, grita el gentío. Pues uno que no pinta nada ni en casa, sonríe al
respetable y tiene que oírse de nuevo:
“Pero tápate, que no es plan de ver a un tío rellenito y desnudo”, me espeta
un graciosillo. Le hago una inclinación de cabeza en señal de cortesía, quito
la tela que tapa del presunto lienzo y se
ve un espejo. “….Ooooh, no es pintor, es un exhibicionista”, señala otro
espectador. Y el animador vestido de falso Franco, se echa a correr
“Gabino –me digo a mi mismo- te veo
obligado a dar un paso adelante”. “No sé cómo” me dice Pepito Grillo. Este cabritillo
se escapa de mi alcance y muevo los brazos como si fuesen bofetadas al viento
sin alcance alguno. Con toda rapidez de la que soy capaz, me veo en la necesidad de ponerme de nuevo y a
toda velocidad el pantalón bombacho que antes llevaba puesto, una camisa un
tanto remendada y una pajarita negra; luego saco de la mochila unos zapatos
agujerados y no muy limpios y empiezo la sesión de maquillaje con pinturas
rojas y blancas como la nieve, mientras que mi corazón palpita como si se fuese
a salir de su sitio. Entre mi equipaje encuentro también un bigotito charloteado
que coloco debajo de la nariz, me pongo el sombrero hongo, y observo que entre
los espectadores hay una persona que porta el bastón que me faltaba para formar
el equipo completo, y el hombre se queda con la boca abierta para pasar a una
risa descontrolada cuando le indico que se lo devolveré. Sonrío, enseño mis
dientes blancos, inclino la cabeza primero a la izquierda y después a la
derecha y vuelven los aplausos. Me descubro, pero como soy calvo, la gente
vuelve a las risas inexplicables, pero que me ponen muy contento. ”Ay, señor
Chaplin, cuánto le admiro. De mayor quisiera ser como usted”, y es algo que
digo a través de un megáfono que también tomo prestado.
Parece que mi atrevimiento ha finalizado,
pero de inmediato veo que muy cerca de donde estoy, una joven muy guapa y con
voz bellísima, vestida de época y con una cesta llena de violetas, acompañada
por un equipo de música canta “La violetera”. Me encantan las violetas, me
encanta la chica, me acerco hasta ella, le digo que siga cantando, le hago del
dueto y nos ponemos a bailar. Vamos, que esto es el delirio. Ya no estoy
colorado como un tomate maduro, que me siento muy feliz. Y lo más curioso es
que la gente, encima de mi mochila, deja monedas y billetes de diez y veinte
euros. Así que con una recaudación desorbitada, Violeta y yo nos tomamos del
brazo y vamos a sentarnos en un velador de la plaza de la Ópera, a tomar un
copioso vermut, mientras a nuestro lado están los “Amigos del Chotis”, y….. ¡A
bailar!
Lo malo es que la chica ve a su novio, me
deja plantado y se marcha con él. ¡Lo que me gustan las violetas!
MANUEL ESPAÑOL
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