Tengo los vellos erizados, la piel me
tiembla, y unos ojos que se salen de sus órbitas. Sí, he vuelto a París, la
ciudad que en incontables ocasiones ha sido escenario de mis sueños a veces
locos, y sensuales en otras ocasiones.
No, no sueño en estos momentos, y ahora
se me abre una realidad que emociona. Es de noche, casi de madrugada, y mi
mirada se dirige hacia el centro de Montarte, a la vez que voy tropezando de
manera constante con un gentío que también
discurre a través las escaleras que conectan con el Sacre Coeur, en esta
ocasión atraídos por la fuerza de la música y del tipismo más auténtico, esos
sones desgarrados que atrapan sin remisión posible y que tan solo los puede emitir en su máxima belleza, una mujer pequeña,
aparentemente débil y ligeramente cargada de espaldas, que te observa con una mirada tan expresiva
capaz conquistar todos los corazones: Edith Piaff. “Oh, madeimoselle, madame, me emociona usted
cuando lanza su voz a los cuatro vientos de este mundo encandilador que gira y
gira sin parar. Ahora, con una adoración devota y pasional por nuestra parte, continúa
haciéndolo en pleno siglo XXI gracias a los avances de la técnica, de ese saber hacer sobre los escenarios en
los que elevó su figura a las más altas cotas de la memoria, con una fortaleza transmisora
que nadie ha podido igualar”.
Pero ¡qué digo!, estoy ya y tan solo a
unos escasos metros del corazón de la plaza mítica. Escucho los acordeones, observo
el color de los lienzos de los pintores, admiro
a las bailarinas, y cabareteras con llamas pasionales prendidas en el
calor de la noche, paso por locales cargados de sonrisas y gritos pícaros,
donde se canta y se baila apache y donde se escuchan gritos de entusiasmo. Ha
llegado el momento de confundirse dentro ese grupo que supera con creces el doble
centenar de almas, de cuyo centro sale la siempre música envolvente del
acordeón. Escucho una voz muy especial y muy nervioso en mi estado emocional, me
pongo a temblar. “Pardón monsieur, pardón madame, pardón mon petit amie,
pardón, pardón, pardón, pardón…” Así a base también de empujones y de muchos
perdones, voy abriendo paso hasta que llego
a situarme en primera fila, y se me pone
la expresión de un entusiasmo tal que irradia y a la vez transmite emoción.
Pero no, no es Edith, aunque podría ser
su vivo retrato, el de una niña de
cuando el “gorrión de París” hacía más bello un cielo rosáceo al que cantaba moviéndose al ritmo
que marcaba su progenitor, algo borrachín, que la utilizaba para hacer cantar
y dejar a los espectadores con la boca abierta y luego pasar la gorra.
Tiempos
atrás, el padre era un explotador degenerado con defectos añadidos. Y uno, o
sea, este Gabino medio loco siempre enamorado de la Ciudad de la Luz, todavía
guardando en la memoria más profunda de su corazón a una Piaff con la que tantas veces he soñado
y sueño. Sigo pensando en aquella mujer que nació en plena miseria en una calle
de París el 19 de diciembre de 1915 a la luz de la luna, que tiempos después
pasó al “protectorado” de su padre, un acordeonista de medio pelo, hasta que se
la llevó con él para que portase la
hucha en la que los espectadores
depositaban monedas y algunos pequeños billetes, ante la mirada triste y
suplicante de una niña que se convirtió en la más asombrosa estrella de la
canción francesa.
Ahora estoy que se me humedecen los ojos,
pero de repente, paso de la imaginación
a la realidad de este 2019 en un Montmartre embriagador. Para entrar en la
noche cálida francesa, escucho a la máxima potencia la voz de Yves Montand gracias a una
anterior grabación recuperada que no es
otra que “A París”, y le sigue el sonido
una gran orquesta que ataca con fuerza las notas de “Milord”. A continuación se
alza a una altura muy escasa un telón espectacular que ilumina un escenario
cilíndrico abierto con sus correspondientes 360 grados. La luz fuerte permanece
unos escasos segundos para ir decreciendo muy lentamente hasta dar paso a dos
focos que iluminan al músico y acordeonista
Aimable, y a una Mireille que dicen canta prodigiosamente. Él se adelanta dos
pasos, toma con una fuerza embriagadora el dominio de escenario y poniendo cara
de transmisora felicidad, se dirige al lugar donde están situados los micrófonos
y que entre aplausos cargados de entusiasmo vemos las figuras de dos artistas
con aires envolventes, bien maquillados para remontarnos con la máxima
perfección visual posible. Él se presenta
con la fisonomía de un “apache
auténtico”, semejanza que va desapareciendo para dar paso a un aparente chansonier
con camisa negra y pantalones negros, al ritmo de una música con brisa alegre. “C’ests
magnifique” es la canción elegida. Ya casi está despojado del pañuelo y la
gorra característica de aquellos tiempos en los que el tipismo era un ingrediente
muy importante. El mayor relieve visual
al espectáculo parisién, está lanzado. Me encuentro muy entusiasmado, mis
movimientos son alocados, saco a bailar a una dama ataviado con un canotier y
cuando termino la danza, Aimable me pide el sombrero parisino, me lo cambia por
su gorra apache, y yo contento y muy agradecido saludando al público, que no
para de partirse de risa. Repentinamente la luz del entorno se va fundiendo,
desaparece el hombre de negro y casi a
instante reaparece agarrado de la mano de una Mireille, también con vestido
oscuro y con su rostro marcado por el tono pálido de luna. Ella igualmente saluda, lanza sus besos al aire y siento como
si fuesen directos hacia mi persona. ¡Qué más hubiese querido! Luego el acordeonista se sube con el instrumento a un taburete del
que se separará en contadas ocasiones. Ella se
dirige al centro del escenario ocupado por un monumental micrófono y
ambos se ven iluminados por dos cañones
de luces cruzadas, mientras una pantalla que da vueltas proyectando imágenes evocadoras
sin fin, en las que Edith Piaff es la estrella indiscutible. Los equipos de
sonido funcionan a tope y muy pronto a todo ritmo suenan las primera notas de “Non je ne
negrette bien”. La voz de ella es impresionante y llega con toda la fuerza desde
su enorme interior a un público entregado. Transmite. Tanto es así que
seguidamente viene la canción que para mi es el sumun, el “Himno al amor”; lo
bailo bien pegadito a la dama tan especial llamada Brigitte, que antes me había
acompañado con “C’est magnifique”. Así, canción tras canción que paso a paso
aumentan el entusiasmo y humedecen los ojos de quienes hemos asistido a un
espectáculo tan sumamente especial, que casi nos ha hecho revivir la emoción
que produjo el “gorrión de París”.
Montmartre casi se ha quedado en
silencio, tan solo quedan los trabajadores encargados de desmontar el
escenario, y cuando ya se ha hecho el silencio, una voz femenina muy musical me
susurra: “Es momento de perdernos por las calles casi sin luz y bajar hacia
Pigalle. Oh, mon amour, acabo de conocerte, ha llegado el beso de l pasión y ya
puedo decir que siempre nos quedará París”.
Atrás quedan unos recuerdos que siempre
permanecerán vivos como una llama que nunca se apaga.
MANUEL ESPAÑOL
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