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HORA BRUJA / UNA NOCHE EN LA ÓPERA



Buenas noches, me llamo Marcel y soy un proyecto de actor que hoy debuta en la ópera, nada menos que refugiándome en Wagner. Tengo la cara pintada de blanco y los labios azules. Presiento que algo muy grande me va a suceder. Los gestos de los ojos combinados con la fuerza expresiva de la comisura labial, me lanzan hacia no sé donde,  se me eriza la epidermis y un soplo de inspiración me lleva a sentir  la belleza de la vida. Me encuentro a punto de entrar por la puerta del fondo que da al patio de butacas del Teatro Real de Madrid, con un lleno total, y mis manos enguantadas, la izquierda  de un blanco inmaculado y la derecha de un negro total como el hollín de Pedro Botero, para dar paso a una música que hechiza con  fuerza arrebatadora. ¡Oh magia! es la obertura de la ópera de  Tannhäusser  Recorreré el pasillo central y así, hasta llegar a las inmediaciones del foso de la orquesta, allá donde los sonidos se combinan armoniosamente, no sin antes recorrer con pausas  el pasillo central, tapando alternativamente  y con  una cierta dosis de ritmo las dos caras del rostro. Un cañón de luz me sigue desde el principio hasta el final, allá encima del escenario, tapado por un telón dispuesto a descubrir sorpresas mágicas, pero por encima de todo ello, el más hermoso de los espectáculos, de una potencia  exquisita a la vez que impresiona, permite con ímpetu mover las manos, mover los labios sin articular palabra, y extender una elegancia que se desea se mantenga inacabable.
Comienza a sonar y a dar paso la actividad en un escenario que se abre con brillantez para dar paso  a “La entrada de los invitados”. Sí, es cuando sed alza el telón y  suenan los coros en el contexto de  una majestuosidad que no tiene comparación posible. ¡Oh si Wagner fuese testigo directo de la recreación de este “Tannhausser” magistral, una de sus óperas más celebradas.! Termina “la entrada” y continúa la representación, siempre “in crescendo” en calidad, y como si de un bello poema se tratase, llega el momento  de mi desaparición física del escenario. Creo que ha terminado mi ansiado debut, digamos que artístico, y paso a labores auxiliares y de figuración. “Es igual Marcel” -me digo a mi mismo-.Algún día llegará tu oportunidad. ¿Pues no me dijo en cierta ocasión  John Waltz que tengo una voz de tenor y que estoy obligado a trabajarla? Tal posibilidad me entusiasma y mi sueño sin razón comienza a producirse. ¿Verdad que sería hermoso hacer un dueto estelar con María Prudenskaya? Claro, he querido decir que muy hermoso para mi. “Pero sueña, sueña, y no desfallezcas” me vuelvo a decir. “El papel lo conozco muy bien. ¿Y si Waltz se quedase afónico antes de salir a escena?, en mi caso podría sustituirle. Asi que en una de las ligeras pausas iniciales y antes de mi retirada,  si decidiese alzar los brazos para dejarlos en cruz, y elevar el tono de mi voz, con toda seguridad que mis compañeros del teatro que me conocen muy  bien ya están preparados para poner freno a mi dominio escénico. Por si acaso y con cierto disimulo, como si formase parte de la representación, bien, que me sujetan nada más decir ¡LAAAAAA” con toda la potencia de mi voz, y me retiran al fondo tras los decorados, no sin una suave violencia gesticulada. Me pongo colorado como un tomate canario, y mi aspecto de desgraciado es tal, que la Prudenscaya me sonríe a la vez que me acaricia el rostro que me permite abandonar cualquier señal de aspecto depresivo Ya más feliz hago una mueca de sonrisa y esta vez es John Waltz quien me ase de los hombros poco antes de darle la réplica a la prima donna diciéndome que “mañana desayunaremos juntos, y de ahora en adelante, mientras dure la gira, trabajaremos la voz conjuntamente. Puedes llegar muy alto”. Ya tan feliz me pongo que asimilo mi condición de asistente técnico, aunque bien que vuelvo a sacar mis aires de tenor: “Ohhhh bella música. He tenido mis minutos de gloria y ahora voy a ponerme el mono de trabajo”. Pero de eso nada, que Ceferino, uno de los ayudantes de dirección, me dice: “Tu no te desmaquillas ni  un pelo hasta que termine la representación, que después tendrás que saludar al público junto al resto de la compañía”.
Asustadito estaba yo en aquellos momentos con mis vestimentas de payaso estrambótico. Eso sí, lo cierto es que además de los bravos, cuando era el último en retirarse para saludar al público, los mayores aplausos fueron para mi, además del beso que con todo cariño me estampó ante un repleto patio de butacas la Prudenskaya. “¡Ay Marcel!, no te lo creas. En el fondo pienso que estoy soñando, que el dios Dionisio me ha salpicado con sus efluvios”.

MANUEL ESPAÑOL

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