No soy un fanático de la televisión
(luego contaré algún motivo), pero confieso que de vez en cuando la pongo para
ver y enterarme de alguna tontería que otra, que de todo tiene que haber en esa
viña del Señor que hace miles de años acogió a Noé e hijos, y que hasta permitió evolucionar a todas las especies animales del mundo
mundial, dando paso a Atila, Gengis Kan, Nerón, a los cruzados inquisitoriales,
y así hasta llegar a Vlad el empalador y otros especímenes como él… Sí, he
dicho animales, y si no cito nombres actuales, imaginen que es por seguridad
propia y tengan la certeza de que acertarán, porque en ocasiones algo de
miedica ya tengo. Oigan ustedes, que tiempos ha corrí unas cuantas veces, y no por
deporte, delante de las llamadas Fuerzas del Orden Público (FOP), que parecían
estar integradas, en parte, en mis últimos tiempos ya caducos y caducados de
agitador, por auténticos atletas de resistencia, y además velocistas
fortachones, que si aireaban sus agresivas porras cambiándoselas nerviosamente de
mano a mano, tras la consigna de “a santiguar” (lo conseguí saber metiéndome en
la onda de la emisora policial), se organizaba una gorda.
¡Qué tiempos aquellos tan manipuladores
de la conciencia nacional! Tenían en la televisión (La 1 y La 2) los más
eficaces escaparates para hacer “algunos” tapadillos disuasorios. Que llegaba el
1 de mayo y con él la Fiesta Mundial del Trabajo, en las principales ciudades del mundo
democrático se celebraban grandes manifestaciones reivindicativas, mientras en
España se conmemoraba San José Artesano, y por supuesto, nada de
manifestaciones. En esta “piel de toro” se honraba al santo a base de una
corrida de toros, algunos dicen que benéfica y unas horas después o antes (no
me acuerdo bien) se hacían coincidir encuentros “oficiales” de fútbol entre el
Real Madrid y el Barcelona. Ante esta situación, a ver quien salía de casa o de
las barras de los bares que también hacían su “agosto” . Debo confesar que en
el fondo, la afición por la cerveza me nació de aquellos lodos. Y… cuidado
con juntarse en la calle a unos cuantos.
Bueno, que me callo por si acaso.
El primo Pepón, además de ser mi amigo de
correrías bordes, profesionalmente era uno de ellos, de los polis, “porque de
alguna manera hay que trabajar para ganar unas pesetillas”, solía decir de
cuando en cuando a modo de justificación. Era como si el hombre hubiese
cometido algún delito con el agravante de que se juntaba con nosotros, que
sabedores de ello, sus jefes le decían: “oiga usted, agente, sus amigos son unos
rojeras y progres ahora venidos a menos”. Alguna vez coincidimos en una de esas
manifestaciones de la “gauche divina” que
empezaban con “Gibraltar español”, que permitían reunirnos a una masa
igualmente aborregada, aunque de distinto signo del imperante, y terminaban a
palos tras los gritos contra las más altas instancias del Régimen. En esas circunstancias, Pepón
procuraba acercarse a mi y como quien no dice nada me indicaba que adelantase
un poco a la izquierda “que por ahí no atacaremos. Díselo a tus amigos, Gabino,
pero ni se te ocurra delatarme”. No, si mala gente no había en exceso, pero si
el mando decía que “a cascar”, pues eso, “a santiguar”.
Estoy que todavía me parto de risa de
aquella época juvenilmente álgida, en especial cuando los primeros “grises”
hicieron su aparición por las cercanías de la Universidad, sacando a relucir no
solo sus escudos protectores, sino hasta las porras con las que nos “rozaban”.
Algunos eran gorditos y rechonchos y su capacidad física estaba entonces como
muy limitada. “Chicos, no nos mareéis tanto, que somos mayores y no podemos
más”, nos gritaban con ciertos aires de súplica, añadiendo eso tan consabido
como que “podríamos ser hasta vuestros padres”. Mientras tanto, Pedrito, muy
travieso, llegó a quitarle a uno de ellos la gorra, que cortada a tijera en
pedacitos se la envió a su papá, un militar de alta graduación y recia disciplina,
que cuando contempló el presente, llegó a cantar eso de , “tengo una espinita
que se me ha clavado en el corazón; suave que me estás matando, tralarí
tralará”. Os aseguro que el castigo a Pedrito no fue especialmente duro, que
una semana después ya nos estaba revolviendo a todos. No, si de casta le viene
al galgo, que había aprendido a mandar, pero al revés que su progenitor. Se permitía hasta el lujo de contarle sus
hazañas a Pepón, especialmente cuando coincidíamos los domingos en mi casa. Mi
primo ponía al escuchar cara de gilipollas,
como diciendo: “¿y ahora, qué hago?”. En esos momentos le hubiese dado
un canuto para ver si espabilaba o le atontábamos del todo.
Por aquellos tiempos teníamos en mi casa un
perro al que le pusimos de nombre Trosko, o ¿era Trotsky?, que tampoco me
acuerdo bien . Pequeño, gordo, de pelaje entre blanco y canelo, era listo e
inteligente como no he conocido a otro, aunque tenía una mala baba no exenta de
un cierto sentido del humor que podía haberme costado algún disgusto. Así sucede que si me daba por pasearlo por la
Ciudad Universitaria y coincidía con una manifestapena, entonces no tardaban
mucho en producirse las locas carreras y el animalito ladraba con desagradables
agudos a los perseguidores solidarizándose con los perseguidos, así hasta que
llamaba la atención en exceso, y entonces daba un salto para ponerse amorosa y cándidamente
sobre mis brazos, de manera que nos convertíamos en simples e inocentes espectadores,
con lo que no levantábamos sospechas, y tan solo nos decían eso de “circulen,
circulen, circulen…”. Les tenía mucho paquete y a la vez miedo a los agentes.
Aún me río cuando volvíamos de un pequeño viaje en mi entonces ya viejo “Seat
127”, y al paso por las inmediaciones de mi casa coincidimos con otra
manifestación con persecuciones y todo. “Trosko” volvió a ladrar con fuerza, y
cuando barruntó que se acercaban los “grises”, se ponía a temblar y a lanzar
unos quejidos revestidos de miedo, metiéndose y escondiéndose entre mis pies.
De regreso a la paz del hogar, tras una cena divertida con mi madre y mi
hermano, lo que se imponía entonces era una película o un espectáculo de
variedades en la tele de las dos cadenas. Esa noche ponían una peli del Oeste,
pero la calma se interrumpió cuando llegó el ataque del Séptimo de Caballería,
comandado por John Wayne. El animal, al ver los uniformes en movimiento, se
puso de nuevo a ladrar alborotando a toda la vecindad. Hubo que apagar la caja
tonta para calmar a un perro que luego la emprendió a lametones conmigo, sin
que pudiese evitarlo. Antes de acostarme me fue bien una ducha. Se imponía una
buena higiene física, y por supuesto que mental. Era la época en la que el loco
surrealista estaba a punto de nacer y ya apuntaba maneras.
MANUEL ESPAÑOL
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