Hace frío, demasiado. Las
cimas están blancas y las calles de Innsbruck se visten a juego. Mi corazón se
acelera ilusionado, y si antes se veía rebasado
de pensamientos un tanto cargados de vapores que no dejan ver la luz,
ahora ha salido el sol sanador. Además, como voy bien abrigado, ya pueden
desatarse los rayos y los truenos que causan las tormentas de la mente. No
puedo pedir más, aparecen mis primeras sonrisas del día y quiero reír. Poco a poco, mi nebulosa se
desintegra al ver a unos niños lanzarse bolas de nieve, que así suelto mis
primeras carcajadas. Sí, estoy en pleno Tirol de Austria, casi acaricio los
glaciares y suelto mis gritos inicialmente alegres, que algo de trogloditas ya
tienen. Pero si es que he llegado a Austria algo antes de que llegue el 31 de diciembre
de 2016 para disfrutar de la nochevieja en Viena, bailando y sin pausa alguna por
culpa de ese “Danubio azul” que invita a
soñar despierto. Para colmo, mi amigos Teresa y Lino han preparado dos invitaciones
para el concierto de año nuevo en la sala central de la Musikverein de Viena, y eso Jimena no se lo ha querido perder, que ver en directo la actuación
de la Filarmónica, es una ocasión que no se tiene con frecuencia. El caso es
que este loco surrealista todavía dispone de un paréntesis buscado de alegre
soledad y de prudencia, pero la justa nada más. Quiero seguir siendo fiel a ese
principio que me ronda a veces, de que “con
un gramo de humor, otro de sabiduría bien aplicada y dos de amor, puedes
ser feliz tu y quienes te rodean”. Luego saco mi sonrisa a veces maliciosa y
añado: “hasta que te soplen los vientos torcidos”.
Sigo mirando al cielo, a las montañas tirolesas que me rodean, me acerco a
los pies del trampolín de saltos olímpicos de esquí, y sueño con los acróbatas
de la nieve que tanto y tanto despiertan mi adrenalina en cada principio de
año. He debido quedarme con cara de bobo, porque a la espera del deslizamiento
de un grupo de esquiadores en plena sesión de entrenamiento, recibo un bolazo
de nieve que me deja sentado sobre la blanca superficie. No me rompo nada, pero
la parte postrera del cuerpo se queda al borde de la congelación. Es en ese
momento cuando escucho una voz atronadora que no entiendo, que el alemán no es
mi fuerte, a mi, que no he hecho nada malo, ni feo, ni… Cuando se acerca el austriaco, ante mi cara
de extrañeza ya me hace gestos con las manos, como diciéndome “tu, tranquilo”. Me
levanta, ve que no me ha ocurrido más que el susto y se dirige a mi: ¿francés,
Italiano, Inglés…? “Vas bueno, chaval”
digo con sonrisa y hacia mis adentros, y le comento que me llamo Gabino, que soy
español, de Biescas. El otro se ríe, me da un abrazo y me dice que no tenga en
cuenta a los niños que me han lanzado esa bola de nieve, y que se han escapado
corriendo como risueños y coleguillas traviesos. “Yo conozco mucho España,
tengo familia en Madrid y Barcelona. Gran país, buena gente, buenas playas y
hermosas montañas”. Pues nada, que ya somos amigos. Se llama Arnold y por un
momento se vuelve hacia atrás, se pone los dedos en la boca y suelta un silbido
de los que dan miedo, de los que si te dicen que provocan aludes, vas y te lo
crees. Acto seguido y sin pausa llama a Dober, un perro San Bernardo, que de
doberman no tiene nada. Y el animalito es portador de un pequeño bidón atado al
cuello, en el que lleva un güisqui que resucita a los asustadizos como yo.
Arnold me da un trago, después otro y uno más, y yo más feliz que una perdiz”. Ligeramente inestable me da por reír, le
comento que ya estoy calentito por dentro y que el alcohol ha curado la herida.
Me dice que si quiero me lleva en su coche al centro. Se pone al volante y al lado del conductor me siento yo, mientras que
el can va en la zona de atrás, con el tonelillo bien atado y vigilado.
¡Cualquiera le pone la mano encima!, aunque tentaciones… mil.
Me hallo de nuevo en el casco
urbano de Innsbruck. Los niños siguen lanzándose bolas, y un servidor de
ustedes y de Cristo bendito, que sigue siendo un niño, la emprende contra ellos,
que no responden con la misma moneda, pero que me hacen cuchufletas. ¡Qué tonto
eres, Gabino. Parece que no has aprendido la lección!
Me paro ante una tienda de
productos típicos, porque me doy cuenta de que casi no he desayunado pero sí me
he sobrepasado en la ingestión líquida curativa. En ese preciso momento escucho
la música más alegre que me podía imaginar. Banda instrumental y coros me
acercan más a las ilusiones de ese Tirol que enamora, que inspira. Se paran y
los espectadores le hacemos un corro enorme a la banda. Tocan, cantan, bailan y
mis ánimos están tan in crescendo que me junto con los propios artistas, y
trato de seguir la danza sin complejos, ante la guasa de los transeúntes.
Mientras, unas jóvenes muy guapas también ataviadas con los trajes típicos
tiroleses, reparten raciones de salchichas, codillo, patatas y queso, que no
son cuestión de desperdiciar. También hay reparto de vasos de licor, pero raro
en mi, opto por la prudencia. Pasa el día, y otro, pasan las noches, y ha
llegado la hora de partir.
El tiempo carente de marcaje
ha caducado. Hay que ir al aeropuerto de Viena a recibir a mi chica, que Teresa
y Lino nos esperan en su casa. Ha llegado el momento de la efervescencia. ¿Aún
más? Con lo bien que lo he pasado en el ambiente de la montaña acompañado de un
Arnold que me ha llevado… Bueno, me callo que luego se interpretan mal las
cosas.
Agarraditos de la mano mi
chica y yo nos metemos en el taxi que nos ha de llevar a casa de los amigos. Me
pegunta Jimena que si lo he pasado bien con mi encantamiento cuando de montañas
se trata. Le digo que estoy encantado, que han sido unos días muy entrañables
en el Tirol. “Que he conocido a Arnold y me ha llevado por los sitios que
habitualmente no conoce el turisteo”, le digo. La otra se me vuelve, me mira
con fijeza y con un gesto serio aunque
reprimido, me pregunta que si el nuevo amigo tiene una cuñadita bombón.
“De eso nada, Jimenita mía –le contesto-.
Que oficialmente es soltero”.
J.: ¿Qué quieres decir con
“oficialmente”?
G.: Pues que tiene pareja
estable no registrada.
J.: ¿Y ella tiene hermana?
G.: Síiiii. Ya me estás
mosqueando. Y además es un bombón. ¡Vale, Jimena, que empiezo a ponerme serio!
J.: ¿Saliste con ella? No sé
por qué te lo pregunto, que total me vas a decir que no…
G.: Pues sí, salí con un
bombón de caramelo muy dulce, pero no tanto como tu. ¡Ay Jimena, que contigo no
hay manera de aburrirse!
Y así, tras una pequeña
discusión entre arrumacos y todo un abanico de gestos que hablan, ricos en
distendidas ironías, con algún ligero fondo de verdad, el taxista les dice que
han llegado a su destino. “¿Son ustedes matrimonio español?”, suelta con cierta
guasilla, y yo que trato de no quedarme corto le contesto: “¿En qué se nota?”.
El otro ríe abiertamente y asegura conocer
nuestro idioma tras diez años de estancia fija en nuestro país todavía llamado
España. “Además, si trato con personas simpáticas forzosamente quiere decir que
son españoles”. Le damos las gracias por el cumplido y pagamos la carrera
religiosamente, no sin antes desearnos mucha felicidad para todo 2017.
La nochevieja se nos echa
encima. Jimena ya tiene ganas de danzar, de reír y de soltar toda su alegría a
mi costa para divertimento de los demás, es decir de Teresa y Lino, unos
grandes anfitriones.
Ella es austriaca de arraigadas
generaciones, y se llama Teresa. Se trata de un nombre muy extendido en este
país, que tiene su origen en la española e hija de Felipe IV, María Teresa I de
Austria, que a su vez era infanta de España, infanta de Portugal, reina de
Hungría… Ella reinó entre el 9 de junio
de 1660 y el 30 de julio de 1683, convirtiéndose en la mujer más poderosa de
Europa. Lino sí que es español de pura cepa. Nacido en La Mancha y con aires
quijotescos es de los personajes que ha dado varias veces la vuelta a mundo. Se
trata un guía de viajes de alto nivel, políglota, licenciado en Historia y
además en Turismo, que se enamoró de Teresa en una estancia en Singapur; desde
entonces no se han separado. En Viena han montado una agencia de viajes, y ya
tienen en mente poner otra cerca de los Pirineos de Aragón.
Ya instalados en la gran
capital, nuestros amigos nos invitan en su casa a una cena muy de la tierra.
“No salimos fuera porque antes debemos ensayar el baile de fin de año”, comenta
Lino. Ante nuestra cara de susto, nosotros que jamás llegamos a imaginar
nuestra danza internacional de debutantes ante el público, nos ponemos muy
colorados. Ellos ríen, y con toda la retranca manchega, el amigo salva la
situación diciendo que lo del ensayo era una broma, que lo único que haremos es
ensayar cuantas veces sea necesario “El Danubio Azul”, eso es, girar y girar
dando vueltas y reír sin cesar. Este es sin duda, el mejor prolegómeno para los
días cumbre.
Por fin ha llegado el gran día. Lino y yo nos vestimos
de pingüinos, y las puntas de atrás del chaqué que me han preparado, me llegan
hasta el suelo, el sombrero de copa entra con tal holgura por mi cabeza, que me
llega hasta los hombros. De tal guisa me sacan unas fotos, y en un instante,
los otros tres están que se caen de risa entre los sillones y el sofá, por lo
que a fin de no ponerme demasiado ridículo me uno a ellos, eso sí, enseñando
una abierta y malvada sonrisa y soltando improperios.
Decididamente, hay que salir
de casa, nosotros como personas normales y elegantes, y ellas con unos abrigos
de imitación de piel demasiado largos, que casi no les llegan ni a los
tobillos. Las muy “maripuris…” Sí, sí, “maripuris”… El caso es que cuando llegamos al palacete
chalet donde se da la fiesta, nuestras chicas se quitan las prendas de abrigo y
muestran unos escotes que nos dejan los ojos como platos, y al resto de
invitados masculinos otro tanto. No vamos a ponernos machistas y por el bien
quedar nos quedamos con las ganas. Así que al ver nuestras expresiones, preguntan
que si no están a nuestro gusto. “Pero Jimenita mía, si parece que vais
provocando. Mira, el fulano ese está al lado de la columna, que no te quita
ojo. Que si se queda ahí y no va a más…. pues bueno, que no vamos a liarnos a
tortas”. Teresa, con los mismos modos que su amiga interrumpe el momento y
señala: “Anda, pero si ese que no te quita ojo es el conde de Schlinder. Os lo
voy a presentar”. Lino y yo, igualitos que el Dúo Dinámico, decimos casi
raperamente y al unísono: “Como se os ocurra…. Bueno, mejor callar, que si no,
dos divorcios a la vez…” Las chicas, muy
sonrientes, están que no pueden más, y por supuesto no nos toman muy en serio.
“Eso os pasa por no habernos dirigido siquiera la mirada antes de salir de casa”,
asegura Jimena. Y nosotros, a callar. Eso sí, en el mini paseo que hay hacia
nuestra mesa, ellas llamando la atención, y nosotros poniéndonos delante de
ellas aunque muy juntitos, para tapar parcialmente sus hermosuras. Ante nuestra
cara de mal café, Teresa y Jimena, que no pierden la sonrisa, sacan de sus
bolsos unas gasas complementarias y se cubren el escote. La sonrisa del conde
se apaga (¡el muy capullo…!) y la nuestra se vuelve a encender. La cena ha
terminado y la orquesta comienza a hacernos bailar. Llegan las uvas, e
inmediatamente después hay que cumplir con la tradición. Los vieneses, en su
gran mayoría, tan solo bailan el “Danubio Azul”
en noches viejas y alcanzando unos aires majestuosos.
Casi sin tiempo para dormir,
vamos a la sala de conciertos más deseada del mundo. Somos unos privilegiados.
Estamos viviendo unos días que quedarán grabados para siempre en profundidad en
nuestras memorias. El disfrute en la sala central de la Musikverein es intenso. Suenan las músicas más bellas, con
las que soñaremos siempre, con ese Danubio que estos días baja un tanto achocolatado,
pero que es muy hermoso si va acompañado después de la Marcha Radelsky...
Baila, baila, gira, gira, no ceses, ríe y tampoco pares. La vida es un sueño,
soñad bonito sin descansar. Que el 2017, entre bromas y buen humor, sea muy
venturoso para todos. Que haya paz en el mundo.
MANUEL ESPAÑOL
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