Montado en un corcel alado blanco, y
queriendo recorrer el mundo, tan alto y alto subí, que cuando llegamos a
alcanzar el punto máximo de su elevación sobre el horizonte, el animalito me
dijo que no estaba para demasiados trotes. Apelaba a mi bondad y prometía que
en otra ocasión cumpliría mis deseos por completo. “¿Por qué me dices eso,
Roncinante, hermoso y cabal caballo, es me vas a bajar a la tierra?” “No te
preocupes Gabino, que pronto llegarán mis yeguas bellas, medio diosas y medio brujas
y nos ayudarán. Me dirigirán hacia nuestro paraíso equino, donde me
reconfortarán muy amorosamente, me volverán a poner en forma y te dejaremos en
un lugar que te dejará encantado”. Le contesté con una pregunta sobre cuales
eran los motivos que le habían llevado a tomar tal decisión en pleno vuelo. La
verdad es que le había tomado tanto
cariño y de repente me dejaba sumamente triste. “Sí, sí –le dije-. Tu pensando
en tus yeguas y a mí que me parta un rayo. Por cierto, que allí veo unas nubes
cargadas de rayos y truenos. Tu aquí no me dejas en medio de la tempestad”. El
equino se rió ruidosamente, me puso delante de él y me lamió a modo de beso, no
sin antes repetirme que acabaré encantado con mi aventura. Que en tiempos venideros
volveríamos a vernos y lo íbamos a pasar genial sin límite de tiempo. Y
desapareció tras los abrazos con sus brujitas. Mientras, durante unos largos
segundos, me quedé suspendido en el espacio y con un miedo para el que no
encuentro calificativos congruentes.
De repente me encontré en el interior de
un avión, y a través de la ventanilla aún pude vislumbrar al corcel alado y a
las cuatro reales yeguas que portaban una pancarta: “Gabino, no desesperes, que
nos volveremos a divertir muy pronto”. Mientras, mi vecina de asiento no salía
de su asombro al verme lanzar besitos al aire. “Resulta que me despido de mis
yeguas y del corcel que me han traído hasta aquí”, le dije a modo de excusa de
mi comportamiento un tanto extraño. Ella se llamaba Ruth, y era toda una
auténtica diosa mulata, modelo profesional, de la cual voy a ahorrar
descripciones más precisas llevadas por mi entusiasmo. Así que, un poquito más
despejado, le conté mi historia no creíble, porque ella dijo haberme visto un
rato hacer movimientos extraños como si cabalgase sobre el asiento, hasta que
en mis momentos oníricos me acerqué a ella y la besé amorosamente. “Lo siento
–le dije-¿te he importunado mucho? La respuesta de ella fue muy contundente:
“No, ha sido todo muy hermoso y ha durado muy poco”. Planchadito me quedé. ¿Era
sueño o realidad? Así se lo expresé. Ruth me sonrió y me dijo que yo era un
buenísimo compañero de viaje, “aunque al principio no me has hecho ni caso con
tu galope y tus “te quieros”, así hasta el beso. Ahora la cansada soy yo.
¿Puedo apoyar mi cabeza sobre tas hombros y así soñaré contigo? Cuida, que en
mis sueños puede que yo sea más peligrosa que tu”. Feliz, la incliné hacia mi
regazo, mientras la megafonía del avión anunciaba que la llegada a Montreal se
retrasaría por espacio de unas dos horas y media. Y así, poco a poco se reanudó
el encantamiento anunciado por Roncinante. Soy tímido por naturaleza, pero por
esta vez perdí todo atisbo de vergüenza. Ruth, acostumbrada a la pasarela y a
los aplausos, aún fue capaz de sonreír ante la salva de palmas que nos
dedicaban cuando pensaban que ya valía, que ya era momento de acabar con
nuestros instantes álgidos, que gracias por el espectáculo.
Ella y yo nos miramos fijamente con una
sonrisa que rayaba en la risa. Nos tomamos de la mano y hablamos de nuestras
vidas. Le dije que ni conocía ni sabía que iba a viajar a Montreal. Entonces
Ruth se mostró extrañada de verme en ese avión. “Pues ya te he contado antes lo
del corcel alado y no me has creído”. Con una gran risotada respondió ella,
asegurándome que estaba como una cabra de las de su tierra (perdonen las
cabras), “pero lo he pasado tan bien contigo, que me gustaría te alojases en mi
casa”. Servidor de ustedes no dudó en decir que sí y tras una espléndida cena
llegó el momento de ir a dormir, produciéndose todo un lío muy placentero de
sábanas. Oí una voz que al mismo tiempo que me agitaba con no disimulada
suavidad decía: “Gabino, qué fogoso estás” Era mi Jimena del alma que preguntó
si me hallaba bien. “Encantado”, le dije. “¿Y eso que esperas a un corcel alado
y a sus reales yeguas?” No pude responderle mas que eso de “tonterías”. “Bueno,
pues apaga la luz y volvamos a dormir, que yo también te quiero”.
MANUEL ESPAÑOL
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