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A MI MANERA / EL EMBRUJO DE LOS AIRES DE ANDALUCÍA

Federico García Lorca, en su época  esencialmente poética y teatral
“Como los raíles del tren son tu cariño y el mío, uno al ladito del otro, siempre juntos, to seguío, to seguío…”

(Copla popular andaluza recogida en su esencia por el poeta  Félix Grande).
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Como si desde el fondo de una mina se tratase, de allá de las profundidades salía el sonido de dos guitarras rasgadas y desesperadas. Puro nervio. El aroma y el contagio en la celebración del Centenario de Federico García Lorca, sobrevolaba el ambiente. El aroma estaba envuelto de aires de agitados por duendes  cargados de magia; se producían escalofríos importadores de una emoción dispersa por allá donde el carbón abrasa los interiores más sensibles de las personas. No es de extrañar que ya desde los pasillos rocosos que desde el exterior conducen hacia la gran caverna se respirase todo un aroma con sabor gitano y cargado de poesía destiladora de humanidad. Al principio llegaban a mis oídos unos ayayay guitarreros que barruntaban desgarro y toda una explosión de sentimientos. En un escenario natural y tan solo adulterado por una sólida tarima, comenzaban a aflorar unas luces cargadas de misterio con la compañía de unos cajones que producían efectos sonoros  y a la vez mágicos. Y allí, en el centro de todo, la figura estilizada de Antonio hacía presagiar un apoteosis palmero entre los más de cien concentrados en un graderío muy especial. Con las piernas juntas y las rodillas apenas separadas, movía rítmicamente la cabeza con leves y cortos giros, al tiempo que subía los brazos hasta ponerlos en cruz chasqueando con los dedos mientras un cantaor lanzaba gritos en apariencia  cavernarios, siempre pletóricos de sentimientos que parten del cerebro y del corazón, a la vez cargados de un arte profundo, como el que se propagaba como en un sueño agitado y con nervio por todo el espacio, bien jaleado por pate de un público muy participativo. La voz del “Niño Isaac” me recordaba a la del maestro Enrique Morente, del que tuve la surte de percibir su esencia  vi y disfrutar de él allá en la Expo de Zaragoza 2008, y desde entonces he ido almacenando casi toda su discografía. ¡Qué profundidad la de los sonidos que impulsados por sus pulmones le salían de la garganta cargada de sentidos humanos y justicieros. Aquello era emocionante y me quedaba corto en calificativos.
Una pausa casi imperceptible y cargada de continuidad me hacía seguir en el ensueño y volver otra vez al tiempo presente en la caverna en la que la realidad converge con los sueños.  Los ojos se abrieron al directo que rezumaba pasión, alegría y aires incontrolados. Genialísimo en este caso presente Isaac, todo un creador de arte, y por lo tanto artista. Así, entre uno y otro de los actuantes, paso a paso se iba ganando en calidad y emoción. Y uno disfrutaba con plena intensidad que invocando  a los duendes traviesos impulsarían auténticas elementos impulsores de emociones        introduciéndose por la cabeza alocadamente pensante desde la cabeza hasta los pies, pasando por todos los poros de la piel y del espíritu. Era, no sé si de día o de noche, porque el ambiente en tan densa atmósfera lucía  con luz propia, tan brillante que ya dentro del recinto el recinto, la magia no permitía pensar con congruencia.
Los aplausos tras un revoloteo de tacones acompañados por las cuerdas de las guitarras fueron de tal intensidad y gracia, que llegaban a tener un sentido del ritmo muy especial. Habían pasado , no sé si minutos u horas porque se había perdido la realidad del paso del tiempo. Pero llegaba el momento en que poco a poco se iban encendiendo las luces  a la vez de tan especial recinto, hasta quedar ricamente iluminado, con la visión perfecta de unos interiores naturales y muy bellos. Entonces, una voz femenina con cálido acento andaluz, anunciaba unos minutos de descanso entre voces que pedían más y más. A las mismas les sucedían nuevos e interminables aplausos con  alegría sin  contener, porque los aires flamencos y  andaluces estarían marcados más intensamente por el espíritu de Federico García Lorca. Estábamos alentados a contener la emoción hasta que volviesen las guitarras, cajones e incluso violines y piano se reanudase el sentir profundo  en su más pura esencia.
A falta de imágenes reales, con mi pensamiento, cerré los ojos y aún sentado no  hacía otra cosa que darle a un zapateado muy extraño, en el que me daba por imitar, eso sí, reconozco que con mediocridad manifiesta, a esos genios de la danza y del canto. Ello me llevó a tararear por fandangos. ¡Menudo espectáculo me daba en principio a mí mismo! Así ocurrió hasta que una pareja de recién casados que estaba a mi lado y aplaudía repetidamente me gritaba eso de “¡artista, viva la madre que te parió!”  Yo me sentí muy feliz por el piropo a mis progenitores, pero luego al verles cara a cara me puse “colorao” como un tomate de Almería. ¡Ay, que ya se sabe, qué culpa tiene el tomate…”. Los chicos, su invitados y un servidor de Cristo Bendito y de ustedes sufridos lectores,  reímos después con ganas, intercambiamos direcciones y al leer ellos mi tarjeta no pudieron evitar eso de “¡La salsa de los caracoles, un maño que se vuelve loco con el flamenco. Venga un abrazo, amigo. Bienvenido a nuestra tierra!” Allí nació una hermosa y graciosa amistad, y les prometí que les iba a enseñar el canto de la jota aragonesa. “A estos les enseñaré muy bien a cantar “La Magallonera” y el “Safeito de Nuei”, les dije en medio de una carcajada que bien que me jalearon ante un coro de simpáticos acompañantes que se partían de una risa que se recordará, y que tuvo continuidad al salir del espectáculo.
Pero las luces se apagaron de nuevo y volvió a salir el duende aflamencado y el aroma especialmente de Federico que flotaba en el ambiente, de tal manera que aquello presagiaba cientos de suspiros mágicos, como no podía ser de otra manera.  Tres cañones de luz formaban otros tantos círculos separados entre sí y uno de ellos en el centro, del que surgió de nuevo la figura de un Antonio vibrante con la intensa fuerza de un imán que atraía nuestras miradas. De nuevo brazos en cruz con desplazamientos lentos hacia  las caderas y doblando los codos, protagonizaba un zapateado como no he visto nunca. Creo que perdurará por muchos años en mi destalentada memoria. A base de elevar mínimamente los  tacones con un planteamiento rápido, corto y hechicero, hablaba claramente con los pies pronunciando con nitidez plena y brillantemente repetida la sentida palabra de “Federico, Federico, Federico, Federico… “Aquello era muy emocionante y en muchos de los espectadores se notaba que sus ojos lagrimeaban a causa de una emoción intensa. “Esto es lo más grande, gemían”.
Otra pequeña pausa, daba paso a una música que ponía los vellos como escarpias. Instantes esos en los que me parecía ver la imagen de un Federico que puesto al piano, interpretaba pedacitos, muy intensos de sus creaciones. “Ay verde que te quiero verde”, “Los cuatro muleros”, La tarara”. Yo me encontraba ansiolítico y al tiempo repasaba las maravillas del “Romancero gitano”. Pero ¿dónde estaban los pelegrinitos?, ¿se había perdido?. Afortunadamente aparecía la incomparable  Carmen Linares, que sigue siendo mi estrella, y nos decía que los niños que se querían casar estaban camino de Roma, “pa que los case el papa, porque son primos”. Y la vorágine no cesó y el delirio me hacía pensar en el cielo. ¿Es el cielo así?, pues que venga ya. Y salí de la gran caverna tarareando de nuevo “Los pelegrinitos”. “¿Te gusta nuestra música y nuestra poesía?, me dijeron los nuevos amigos recién casados y compañía. “Pues mañana, mi arma, te vienes con nosotros a un homenaje a la memoria de Félix Grande. Te gustará. ¿Te acuerdas de esa copla que reza: “Como los raíles del tren son tu cariño y el mío, uno al ladito del otro, siempre juntos, to seguío, to seguío…” Se miraron ella y él, se dieron cuenta de mi sonrisa emocionada, acercaron sus labios, y soltaron un impresionante  “to seguío, to seguío”.

MANUEL ESPAÑOL





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