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HORA BRUJA / ENTRE PERROS Y GALLINAS










Decididamente no es mi día de gracia, pero de desgracia tampoco. Acarician los primeros rayos del sol, despierto sin salir del todo de mi somnolencia y el maldito reloj me anuncia que en España empieza a amanecer. ¡Vaya susto para el destarifado que suscribe! Ni que hubiese regresado  a los años de maricastaña, de charanga y de pandereta. Si, de cuando en este país se acababan las manifestaciones rojeras y los días de "San José Obrero" (1 de mayo)  a base de programar partidos entre el Real Madrid y el Barcelona y corridas de toros ofrecidas en directo en blanco y negro por TVE. Vamos, que entonces nadie salía de casa o llenaba los bares con televisión, bien apestaditos de los malos humos del tabaco, y por el precio de una caña te veías partido y festival taurino; pero las calles bien vacías de manifestantes que estaban... Eran tiempos también de cuando se viajaba en trenes tirados por  carboneras y cargados de humanidad y de gallinas transportadas en cajas de cartón  agujereadas. A veces olía fatal... Y la que se liaba cuando los perros de caza entraban en el vagón  y compartían espacio junto a esos ovíparos  con plumas. Éramos más tolerantes, que los problemas se resolvían casi siempre sin necesidad de uso violento de las manos y piés, que poniendo por delante  los aromas y a continuación una generosa cata de chorizo, jamón, queso fuerte y tortilla de patata, todo ello regado con buen vino de bota... Aquello sí que daba gusto. Era lo mismo  que un viaje entre Zaragoza y Sabiñánigo durase horas y horas. Que si, que se hacía muy cierto eso de que "con pan y vino, china chano, se hace camino".
Ahora todo ha cambiado bastantes decenios después, y además  a velocidad de vértigo. Hoy te llaman de la capital del Reino y a las 9 de la mañana te dicen que a las 13 horas tienes una reunión urgente con el  Pepito Grillo de turno, que a continuación te esperan los amigos en el restaurante del Circulo de Bellas Artes, y eso sí que es sagrado y de obligatorio cumplimiento. Se lo digo a Jimena, y ella que nada, que me apoya y que se viene conmigo. Acepto, pero con la condición de que la pobre no aparezca oficialmente hasta el día después; vamos, que por lo menos me dé tiempo de hacerle una visita  en soledad a la Virgen de la Paloma. Miedo tengo, que sin necesidad de discutir me ha dicho que viene, que sí, que de acuerdo. Ella es tan dulce y tiene tal poder de convicción... En fin, que nos pasaremos una temporada en el Madrid de Manuela Carmena, por las calles del barrio de Chamberí, donde me alojo.
Media hora después ella llama a sus amigas del jocoso Club de las Gatas Locas, les pide que telefoneen al Café Gijón y que preparen mesa para cinco mujeres a la hora del almuerzo, que "he convencido a Gabino para disfrutar durante unos días, lejos del terrible cierzo que azota a la capital maña. Que son muchas las ganas que tengo de Madrid". Y un servidor de usted y de Cristo Bendito, que está al escuchete, barrunta lo de la trampa, que al final queda confirmada. Resulta que quien me ha llamado a las 9 de la mañana ha sido el gamberro y divertido de Paco, a quien previamente le ha telefoneado Jimena, y ella,  haciendo uso de su guasa planifica lo de la reunión urgente con mis amigotes y la posterior comida en el Círculo de Bellas Artes coincidente en horario. Y Paco, con quien a veces formo una pareja aparentemente estable aunque imperfecta, está que se frota las manos, y lo transmite con tal entusiasmo que es imposible resistirse ante una propuesta de tan complejo calibre. A mí, que no me gusta quedarme corto, se me ocurre proponer que tras la comida venga una partida de cartas, después dar paso a una tertulia y una posterior merienda cena, para rematar la faena en el Café Central, donde me han dicho que actúa mi amiga la exuberante cubana Celia de la Orden. Así que el día completo.
Son las 10 y el AVE sale a las 11. Prepara un par de maletas y toma un taxi que nos lleve urgentemente a la estación Zaragoza-Delicias. El conductor es un veterano resabiado que nos discute el itinerario por el que deseo que discurra, que nos conduce por donde le hemos dicho, porque dice haberse dado cuenta de que somos gente respetable, que él no soporta a los jóvenes que se meten en el taxi a armar jaleo, que no hay quien los aguante. "Si es que esta juventud no sabe lo que es respeto", indica para señalar a continuación que "a mi, todo un veterano del taxi, que los veo venir, me discuten hasta lo que debo cobrarles". Un poco harto me tiene el buen señor con sus advertencias un tantos bordes y con toda seriedad del mundo le digo que "si ve venir a gente asi hacia el taxi, no le pare". "Cualquiera le hace a usted caso, señor, que como se entere la Paca que le he dado un corte de mangas a un posible cliente, me canta las cuarenta, protesto, y encima me dice que no le extraña lo que me pasa, que soy insoportable y tengo muy mal genio. Es que me pone..." Y se queda tan ancho el caballerete, circunstancia que aprovecho para indicarle ante la risa maliciosa y callada de Jimena, que a las mujeres hay que darles siempre la razón desde el principio, que de esta manera se evitarán muchas discusiones, que así lo hago y me va muy bien. "Usted sí que es sabio, señor. Son diez euros la carrera", termina diciéndome. No discuto el precio, aunque algo mosqueado me quedo.
Pero no quedan ahí las cosas, que una vez rebasado el control de equipajes, al pasar por la cabina de marcaje de billetes, la taquillera me dice que debemos mostrar cada uno la tarjeta amarilla. "Ni que fuéramos futbolistas en pleno partido" le respondo con algo de ironía. La respuesta es tajante: "Usted no se haga el listo, que ya sabe que me refiero a la dorada. Es una orden que nos ha dado el jefe de estación de Zaragoza. Si no está de acuerdo deje paso a los demás y presente una reclamación por escrito". El caso es que a esta señorita (supongo), para acabar de amargarle le digo que en ningún momento he pensado en protestar; le enseño la mejor de mis sonrisas y le digo: "haga como yo, sonría, por favor. Así será mas feliz".
Vamos a nuestros asientos en el AVE, al final cansados de tanta tensión. En una hora y veinte minutos  estaremos en Madrid tras un viaje que se espera tranquilo, ya que eso es lo deseado... Sucede que al otro lado del pasillo y frente a mí, se encuentra una chica monina, con ropa deportiva y de llamar la atención. Arranca el tren, se descalza y pone los pies encima de la mesa auxiliar entre asientos encarados. Le da por reír escandalosamente y patear encima de la mesa. Parece desquiciada, porque luego llora escondiéndose de sí misma. Comienza la proyección de una película también subtitulada en español, "La ladrona de libros". Debe ser aspirante a actriz, porque ella  lee los subtítulos interpretados en voz alta e imita los gestos de los personajes, mientras vuelve a patear y a gritar esta vez de manera muy estridente. Llega el revisor, le llama la atención y Ruth le contesta solo en inglés, como si no entendiese otro idioma. No hay problema, que este es un señor de enorme paciencia y con unos conocimientos profundos del idioma de Shakespeare, con lo cual la otra se queda planchada y se muestra sumisa, si bien cuando el funcionario se da la vuelta, la chica en silencio le hace unas mofas insultantes, de la que es advertido el afectado y le dice que "cuidado, que ahora me voy a quedar con  usted por lo que resta de viaje". Y lo hace.
En un momento mayormente relajado le digo: "Vaya viaje pesado que lleva, señor revisor, que esta chica hay que reconocer no está en sus cabales". El revisor me contesta que "lo de esta pobre quizás ha sido lo de menos, que por la otra punta del tren hay un grupo de unas veinte personas que celebran desde Gerona una despedida de soltero, disfrazadas de vikingos travestidos, toreros, futbolistas del Barça y hasta de duendes con la cara pintada, que pasados  alcohol no paran de bailar, saltar, de cantar pachangas sin ton ni son. Ya lo verá usted cuando bajemos dentro de unos momentos en la estación Puerta de Atocha". Efectivamente, que una vez en el andén, allí estaban sin ganas de parar, que la juerga iba a durar toda la noche. A través de un megáfono, antes de salir del recinto ferroviario, una voz repetía varias veces, eso de "ahora, todos a la Plaza Mayor"...

MANUEL ESPAÑOL

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