Foto: Manuel Español |
La tarde avanza, el sol está a punto de
ponerse. Comienza a oscurecer y ha llegado el momento de recrearme en mi propia
soledad. Estoy en la terraza de mi casita de Biescas, tumbado en una hamaca,
dispuesto a soñar y a vivir intensamente. Miro al cielo y un grupo de nubes se
interpone entre el sol y el ocaso. La vista es fantasmagóricamente hermosa y
agitadora de la imaginación. Sonrío. Una luz eléctrica procedente de la terraza
vecina viene a enturbiar el arranque de una noche inolvidable. Pero no, que
ello marca la aparición de mi amiga Lucrecia, vestida con una bata muy ligera,
movida por el escaso aire que se esparce suavemente por el ambiente. Se tapa
muy a pesar mío no sin antes dirigirme una picarona sonrisa. El ambiente es
cálido. Me pregunta que dónde está Jimena. Le contesto que mi medio limón
volverá dentro de tres días. Ella ha dejado a los suyos en Toulouse y se ha
venido a respirar Pirineo y recibir las caricias de mi viento pelaire.
Lucrecia tiene la delicada belleza de las
ninfas, de las duendecillas sacadas del “Sueño de una noche de verano”. Observa
ese paisaje celeste que también a mi me fascina, y que me hace tener la mirada
como perdida en un horizonte imaginario. La veo venir, que salta la pequeña
separación de una terraza con otra, y me
pide otra hamaca para tumbarse a mi lado. “Gabino, que te conozco casi tanto
como tu chica. Cuéntame dónde quieres viajar. Te advierto que no me harás como
en anteriores ocasiones, que esta vez no voy a separarme de ti, pases por donde
pases. Seguiré donde tu vayas. Que por eso no se van a enfadar ni Jimena ni
François, que hace muchos años que nos conocemos muy bien los cuatro”. Y así
sucede que me toma suavemente de la mano, mientras le digo eso de “déjate
conducir por mi”. Un relámpago y a continuación un trueno. Se asusta ella y yo
me río. Se me acerca todavía más. La noche promete. Le sugiero que abra bien
los ojos. “¿Dónde quieres que vayamos?”, le comento como en un susurro. “Hacia
esa nube, hacia ese cielo que maravilla tanto como asusta, que ya has empezado
a explorar”.
No sé a través de qué medio, si en una
escoba mágica biplaza, porque algo de brujo ya tengo, o qué, pero lo auténtico
es que en esta noche cálida y tormentosa, nos hemos encontrado en una
traslación muy fugaz, por un mundo ingrávido. Lucrecia y yo seguimos de la mano
y saltamos de sorpresa en sorpresa. Un joven de señorío andaluz con cierto aire
gitano toca el piano y suenan “Romance de la luna luna”, sigue con “Los cuatro
muleros” y “Café de Chinitas”. Federico García Lorca ha conquistado el cielo,
se levanta y saluda a Miguel de Molina, que se arranca con “La bien pagá”. Tras
ellos, un sonriente Ives Montand no duda en colarse en medio de un ambiente muy
español y consigue que Lucrecia y yo nos abracemos fuertemente y bailemos con ojos risueños y comprometedores un “A
París”, que nos facilita aparecer en un
barquito del Sena. El caso es que vivimos un sueño hermosamente irreal por un
río cargado de leyendas y por las calles de la Ciudad de la Luz , por las que
suena el “Himno al amor”.
El tiempo pasa sin que tengamos noción
del mismo, mientras volvemos a viajar a través de los espacios siderales, y
llegamos hacia nuestro conjunto de nubes mágicas con un toque de tremendismo.
Se avista otro espectacular relámpago y suena un trueno profundo con un eco
repetido por tres veces. Ha llegado el momento de volver a la terraza de
Biescas, pero antes nos saludan Enrique Morente y Camilo José Cela. No sé lo
que harán juntos, sin con buenas o no tan buenas ideas, pero está muy claro que
algo genial, seguro que saldrá de ahí. Por nuestra parte, mi ocasional
acompañante y yo observamos que García Lorca y Miguel de Molina nos lanzan un
beso al aire a modo de despedida, y nos vuelven a decir, no sé si hasta luego o
adiós, que ellos seguirán en nuestra nube pelaire, que vayamos a verlos cuantas
veces queramos.
Algo de frío ya siento en estos momentos,
pero nos ponemos a cantar a dúo eso tan lorquiano de “Verde que te quiero
verde”. Han comenzado a caer las primeras gotas de una intensa lluvia, a
Lucrecia el viento le ha dejado con parte de su anatomía al aire, y la muy…
salta a su terraza, se mete en su casa sin siquiera decirme eso de “Ha sido una
noche inolvidable”. Pero ya en nuestros respectivos refugios y mediante la
tecnología de los teléfonos móviles, llega el momento de la despedida. “Hemos
dormido juntos, cada uno en su hamaca, pero
ha sido todo muy divertido. Has estado genial montando el número del salto de
la catarata. Muchas gracias. Habrá que repetir la experiencia”, y me dice
también eso de “un besito”. Y yo me pregunto, ¿qué salto, que catarata? Eso me
recuerda a un viejo chiste de sobre Tarzán. No sé, pero me parece…
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