Vuelvo a encender la llama de mi candil y hoy quiero que tenga sabor intimista. Me doy cuenta que el cielo está estrellado y cierro las ventanas de la estancia para quedarme a solas conmigo mismo. Es la hora de la poesía que salen de tus adentros para volver a encerrarlos en ti mismo sin que pase mucho tiempo. ¿Te acuerdas de cuando eras un niño justo, justiciero y hasta dulce, que creo nunca empalagoso? Si. Era la época en la que en mi propia candidez empezaba a ver a los animales como una parte amable de la propia existencia. Mucho tiempo ha transcurrido desde que un día, en el que al ver una carnicería equina en una calle de Toulouse, aproveché para espantar un carro parado en la puerta del mencionado establecimiento y que era puesto en marcha gracias a los esfuerzos a los que se veía sometido un tanto salvajemente el animal de tiro. Muy cerca de mi había una manguera de riego soltando agua, apreté en la boca de salida y el caballo escapó. Creía haberle salvado de un sacrificio carnicero. Claro, que esas cosas se hacen noblemente cuando se tienen unos diez años, que cuando la edad avanza igualmente se hacen “fechorías” inocentes cargadas de buenas intenciones. Ahora veo a niños protagonizar travesuras, mientras que la candidez, desgraciadamente, va en descenso. Tal día como hoy, he sobrepasado con creces la edad media avanzada, y aunque no creo ser malo, estoy lejos de aquel encanto que voy perdiendo. También para mis adentros recuerdo esos versos que evocan a “La juventud divino tesoro, que te vas ya para no volver, so cabrona”. Que me perdone Rubén Darío el estrambote.
MANUEL ESPAÑOL
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