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CUENTO DE NAVIDAD / "¡QUE SE HA ESCAPADO EL PAVO!"



SI me disculpáis, hoy os presento otro cuento de Navidad, pero con la antigüedad de hace un año. No sé, pero la realidad es que me río conmigo mismo y quisiera haceros partícipes de ello. Perdonad por mis tonterías, pero lo cierto es que me hallo en pleno torbellino en el que me reconozco como loco surrealista. Para todos vosotros, m más sincero y serio reconocimiento. Muchas gracias junto a mis deseos de que seáis muy felices.

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"¡Dionisiooooo, que se ha escapado el pavooo!". Y Benita, que toma un viejo y gran embudo para hacerse oír mejor, grita y precisa a través de su rústica megafonía: "si, ese que nos ha costado cebarlo casi un año a fin de comerlo en Nochebuena. Que para una vez que nos ponemos de acuerdo tu y yo... Igual ha bajado el lobo y le ha hincado el diente, el muy marrano.... Que no, que lo del marrano no va por ti, aunque... ¿Cuanto tiempo hace que no te he soltado la manguera? Anda, no seas "destalentau" y sube a mi casa para hablar un poqué de esta desgracia tuya y mía. ¡Que estás sordo y  no puedo chillar más.... ! Ah, y no subas la baraja, que no ando  pa muchas bromas, que lo del pavo es muy serio". Ya se pueden imaginar que es tiempo de Navidad y añádanle que  estamos en un pueblo casi abandonado del Pirineo aragonés, con Benita y Dionisio como únicos habitantes estables. No son matrimonio, ni novios, ni pareja, ni amigos, aunque parece que unas veces sí y otras no, son una cosa u otra; pero ellos bien que se defienden siempre a dentelladas, y si es necesario a escobazos embrujados, pero sin poder volar, que para eso están los pesados de los buitres y las sagaces águilas, que cada día que se enciende la chimenea y se preparan las brasas  saben que el dúo montañés (Benita y Dionisio), algo disparatado, no descuida la vigilancia de sus animalitos, ni de pluma (gallinas y pavos) ni de pelo (conejos y ovejas delatoras con sus balidos). Se quieren mucho pero no se llevan del todo bien, "porque discutimos lo que no se puede imaginar nadie", le dijeron a un bondadoso cura de los pueblos, con coronilla, que muy de vez en cuando se planta montado en su caballo, y se hospeda en cada viaje por dos o tres noches en una de las dos casas, que hay que distribuirse para que no se piquen entre si ambos vecinos. En alguna de las ocasiones el mosén viene acompañado de un hermoso perro mastín, que inequívocamente deja preñada a la perra de Benita. Una noche, después de una copiosa cena bien regada y con los ánimos un tanto alegres, los del dúo confesaron que desde hace veintiún años eran los únicos habitantes del pueblo. Si, también admitieron que de vez en cuando habían tenido ambos tentaciones de amor nada sospechosas. "Ay, pero el recuerdo hacia nuestros difuntos nos hacia echar marcha atrás", para señalar Dioni a continuación  con ojos picarones, que "esta ha sido siempre una buena moceta, y aunque estamos un poco por encima de los setenta... ¡ay Benita, Benitita de Dios y de Santa Elena... Bueno mosén, que me callo porque me atacan los malos pensamientos". Y don Pelayo, que asi se llama el cura, corta la disertación del montañés con una sonora carcajada. Luego les advierte que "con vosotros estoy que lloro de risa. Pero si es que vais contra natura. Casaos de una vez y dormid en la misma cama, aunque si no os casáis... Bueno, que yo también me callo, que a fin de cuentas soy cura".  Ahora es una Beni un tanto achispada y seducida por la risa, la que replica: "¿Casarme yo con este desdentado y compartir lecho con él, que huele a vaca y fiemo? No, si no seria mala idea, pero tiene que comprometerse cada noche a dejarse poner la manguera estando el desnudico del todo, que yo tengo siempre la cama bien perfumada". "Si, antes de soltar la manguera, la sacas de la barrica de vino, yo también me casaría ahora mismo, precisa este rústico tozudo y en el fondo bonachón.
Nuestros protagonistas están rodeados de hermosas montañas y por la ubicación podrían sentirse privilegiados, si no fuese porque el clima es helador en invierno, con riachuelos y acequias cristalinas, y arboles que se hallan pálidamente desnudos. Da la sensación de abandono, pero no es así, que lo poco que hay de huerta lo cuidan ellos, que hasta trabajan en otros pequeños campos de hierba para dar de comer al ganado.   Biroga (digamos que se llama así la aldea) fue un lugar con intensa y entrañable vida propia, en el que se trabajaba mucho y se ganaba muy poco. En realidad ellos son concuñados y primos supervivientes de una generación a la deriva; perdón, mejor dicho, desaparecida. Los mas mayores se fueron muriendo, y ahí reposan sus restos, en un cementerio pequeño, que mas bien parecen solar arrasado. Los jóvenes, hartos de trabajar la tierra y de ayudar a parir a las vacas y cabras sin otro horizonte que la subsistencia, se marcharon poco a poco hasta dejar en la mas profunda  soledad a Benita y Dionisio, sin mas compañía que cinco vacas paridoras y lecheras, seis cabras  y unas doce o quince ovejas que también sirven para carne, leche y queso, pavos, gallinas, conejos... Que luego hay que abastecer al turismo de verano, que lo hay, aunque no para hacerse lo que se dice precisamente ricos. De cuando en cuando, además del mosén, en torno a una vez por mes aparece por allí Paquito, un mocetón de Biescas, con conocimientos veterinarios, que con su "todoterreno" transporta alimentos que no dan la tierra  ni el ganado, que también les lleva  cerveza y vino, así como de chocolate y turrón que endulzan a las buenas gentes. "Y pastelicos, que nos gustan mas que la borraja con patatas y aceite crudo, y en especial al Dioni este, que es un morrudo escaso dientes, pero que afina muy bien", explica la primera dama al viento. ¿Llegara la onda a quien corresponda? Espero que sí.
Biroga es una aldea que en sus buenos tiempos llegó a tener hasta veinte pequeños edificios y otros tantos establos y corrales; por supuesto, disfrutaba de unos pozos que garantizaban el abastecimiento privilegiado de agua. Ahora tan solo están en pie unas diez casas después de que hace no demasiados años, unos viejos nostálgicos junto a sus hijos quisieron volver, aunque no fuese mas que en verano o algunos fines de semana de tiempo bonancible, que de pasado feliz, decidieron reencontrarse con unas raíces que les dieron la razón y el alma de su existencia. Las calles se convierten en auténticos barrizales cuando llueve o en vías de gran polvareda si el viento hace de las suyas. A unos pasos de la plaza y por encima de un montículo no muy elevado, se encuentra una antigua iglesia de anchos muros unidos por vigas de madera y con tejado de piedra, que hace lustros no es visitada casi ni por el clero oficial y distante, si bien en todo momento se mantiene limpia. Alguna vez entra el obispo de turno acompañado de su séquito laudatorio, a hacer jornadas de convivencia con los dos únicos vecinos estables, muy hospitalarios con los visitantes, ante quienes extienden los restos de algún jamón de cochino casero, y cuatro botas llenas de vino tinto que procuran tener siempre a punto para que no decaiga la fiesta. Con la comitiva se incluye hasta periodista, fotógrafo y operador de TV con la finalidad de ofrecer testimonio del acto de solidaridad "con los héroes solitarios". Todo  ello se propagara  a través de los televisores, aparatos de los que existe carestía real en el pueblo. "¿Para que -dice Dionisio ante la cámara- si entre trabajar los campos, los huertos, ordeñar, matar a los animales que nos van a dar de comer, cocinar, lavar y bañarnos para estar limpios, no nos da casi tiempo ni para dormir?, eso si, cada uno en su casa y Dios en la de todos, y por supuesto igualmente que cada uno en su cama, que nosotros somos muy apañadicos. Tan solo la Benita tiene una radio, que yo me entero de las noticias por ella. A veces, me mete cada bola la muy puñetera... Pero yo no trago".
 Pocos días después de la visita, y a causa  de una publicidad que ellos nunca han buscado,  comienza a llegar gente solitaria y en grupo, que atraídos por determinados medios informativos, van a enturbiar la rutina y la convivencia entre Dionisio y Benita. La excusa es ofrecerles compañía, a ellos, que son muy acogedores, y que hasta invitan a merendar o almorzar a los visitantes, con panceta y vino. Aprovechan los excursionistas para hacerse fotos con los dos nativos, como si fuesen objeto de curioseo, para decir el consabido: "estuve allí y mira como son los únicos habitantes de una aldea perdida en el Pirineo Oscense". Algunas de estas personas quieren ser generosas con los moradores, y enterados de que no tienen televisores, les llevan los aparatos viejos con un gran pepino detrás que tenían en sus casas, y que no les sirven ni a unos ni a otros y menos en el pueblo, porque la conexión con antena no les ha llegado todavía. Que además, la corriente eléctrica funciona muy mal, con continuos apagones. Pues nada, a los corrales junto a las gallinas, los pavos y los cerdos, "porque ya que vienen hasta aquí, rechazarlos parece feo", dice Benita.
El caso es que, nuestros dos absolutos protagonistas, en sus conversaciones que les permiten los lapsus de tiempo entre faena y faena en la soledad de su mundo montañés, a veces se reúnen para llorar, otras para reír, y otras para reñir y no hablarse 
 durante uno o dos días. Mientras, cada uno a lo suyo: la comida de él consiste en migas a la pastora y huevos fritos con chorizo sin censura colesterina,  y la de ella, bien calladica, en judías con oreja y vino. No, no se cuidan nada mal, que en la montaña hace mucho frío y es preciso ser generoso y meter en el cuerpo abundancia de calorías.
 Pasado el tiempo de incomunicación, recomponen el calendario  y añoran fechas atrás, asoman  rictus de tristeza, pero sin capaces de lanzar la mirada hacia el futuro con esperanza. Ellos renuncian a emigrar y al abandono de su pequeño e intenso mundo en busca de otras tierras, aunque sean próximas.
Estamos en el mes de diciembre y el dúo montañés se ha reunido de nuevo en casa de ella, que ha llenado el porrón que siempre tiene puesto encima de la mesa, acompañado de cacahuetes y almendras. La conversación, que se celebra para tratar de encontrar el pavo fugado, un tema muy serio, que otros vecinos plumíferos del corral no le llegan a la mitad de su volumen y peso. Y el pavo que no aparece, ¡Me cachis en la mar!! Los dos, desesperados, se ponen a pensar en una alternativa sustitutoria. Para colmo, en ese momento de tensión llega la buena de la cartera de Biescas, siempre sacrificada y ávida de entregar buenas noticias, que aparece por allí en su Vespa amarilla a fin de  llevarles una carta; es del señor Eustaquio, que dice que en Nochebuena irá su nieto a cenar con ellos para que no estén solos. "¿Y ahora que le daremos al pobre mocé, que esta en tiempo de crecer?" Ambos se quitan mutuamente el papel y siguen leyendo, porque son muy ilustrados, y se dan cuenta de que el chico tiene 26 años y que llegará conduciendo una vieja y ruidosa furgoneta.
Llega el 25 y  de repente les ha dado por pensar que desde el final del verano no han entrado en la iglesia, que ni siquiera lo hizo el amigo mosén, por lo que no se han acordado de montar el Belén. Se miran frente a frente asomando caras de susto, pero pronto llega la reacción de no darse nunca por vencidos. "¡Y el Belén, claro que se va a montar!", expresa con viveza la primera dama, que a fin de cuentas es la que manda, "que si no hago yo las cosas en este pueblo, el destalentao este es capaz de dejar al Niño Jesús en pañales y pasando frío, porque no tendrá ni buey ni burra que le den algo de calorcillo, que las figuras se rompieron  el año pasado". "No te preocupes, no hay problema, que pa burra ya estas tu", suelta el Dioni de sopetón. Y como Benita tiene respuestas inmediatas siempre, tampoco se corta: "Ya esta todo solucionado, que el papel de buey, con cuernos y todo, te roca a fi". Ante la mala cara que pone Dionisio  ella le contesta con toda su ironía:   "¡Ay chiqué, y no te enfades, que pareces no tener sentido del humor!. Ríete como yo".
 Salen de casa de ella y toman el sendero hacia la iglesia. Entran y se sorprenden de  que las luces no funcionan mal y se creen que los santos les miran con cierta sorna aragonesa. Abren los ojos como platos. Acaban de contemplar el Belén ya perfectamente instalado, con luces de colores y mas bonito que nunca.  Dionisio  se acerca a la pila de agua bendita y le extiende la mano a una Benita a la que le brillan los ojos de la ilusión. Ya no se la sueltan, una corriente de ensueño les hace inseparables. "¿Nos casamos? suelta él en un ataque de la mas dulce candidez, mientras que la otra, mas descaradilla,  dice eso de "creí que no me lo ibas a decir nunca". Pero el silencio se corta y casi a la vez, con los rostros un poco mustios, él le dice a ella: Pero si no tenemos ni cura ni juez Como no aparezca por aquí don Pelayo, no podemos hacer nada. Eso sí, nos matrimoniamos solos y cuando venga el cura, nos confesamos y así nos casa“¿Y si no viene?, contesta Benita. Aquí, tu y yo no nos acostamos juntos si no hay casorio como Dios y la ley mandanPero Benitita mísusurra Dioni-  si solo será durante unos pocos días…” Ella que no cede, pero ambos, en plena discusión de formalidades, no se dan cuenta de que no se sueltan de las manos. 
De repente se hace en el templo un silencio total. Mira por donde, a los pocos segundos llega el nieto del Eustaquio con su cacharro de furgoneta bien cargada y se sorprende al ver al dúo montañés cogido de la mano. ¡Esto si que ha sido la sorpresa den año!, aunque seguro que le espera alguna más.  Les dice a continuación  que él se ha adelantado con plena carga a una comitiva compuesta por todos los veraneantes habituales, que encabeza el cura don Pelayo encabeza la manifestación, que han viajado porque han querido pasar con ellos Nochebuena y Navidad. Que lo de la carta de su abuelo ha sido mas bien para que se alegrasen un poco y supiesen no iban a estar solos. Ellos  mientras tanto, mas mudos que las piedras y temblando de la emoción, especialmente cuando se dan por enterados que otros viejos y sus jóvenes descendientes, al llegar a Biroga  han ido hacia sus casas para saludarles y cantar un villancico, el mismo que en ese momento entona otro recién llegado a la iglesia, el pelaire Paquito, el que nunca les olvida:  "Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, echa la bota María, que me voy a emborrachar". Dicho eso, ambos jóvenes les piden a sus anfitriones que no se retiren de la iglesia, que vuelven en unos minutos. Deciden dejar la puerta abierta y un cuarto de hora después comienzan a escucharse unos dulces sonidos, digamos, de aires alegres, que cada vez se hacen mas nítidos, mientras que unas cuantas antorchas iluminan el camino. Por delante va el cura de siempre, el de ellos, sin cámaras ni periodistas. ¿Para que si ellos no los necesitan?. Ya llegan, ya están aquí, en la pradera. Unos focos sacados de no se donde, iluminan la entrada en la que se encuentran nuestros protagonistas sin separarse todavía. "Ay mosén, -dice un Dionisio sonriente-, nos vais a hacer llorar, que si os parece, primero, si no tenéis inconveniente, celebraremos el nacimiento de Jesús, haréis la misa de gallo y luego nos casareis. ¿Hay algún inconveniente?". "¿Estáis seguros de lo que queréis hacer?", señala un cura muy sorprendido. "Yo, tan seguro, como que a esta no la suelto ni aun cuando me muera". Ella, un tanto colorada y con el rostro de la felicidad, le dice con cierto descaro: "¡Que bien hablas, cariño. Y como hemos estado perdiendo el tiempo hasta ahora...!" 
 Aquella noche nadie se fue a dormir, que en la iglesia se celebró nacimiento, boda y hasta misa. Mientras, las campanas sonaron sin cesar hasta el amanecer, a la vez que en el recinto se celebró un ágape muy festivo, seguido de jotas, de baile para todos, sin que  faltasen  disfraces y cuchufletas. ¿Y del pavo? Nunca más se supo, que dicen que en la montaña había ya muchos pavitos. Hasta el Niño Jesús parecía esa noche tener ganas de juerga.



MANUEL ESPAÑOL

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