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HORA BRUJA / DON QUIJOTE Y SANCHO EN LA INSULA BARATARIA



“La libertad, amigo Sancho, es uno de los dones más preciosos que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. Por la libertad así́ como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venirle a los seres racionales e irracionales. Vayamos a salvar a la humanidad”. Paseando por el entorno de Alcalá de Ebro, en la provincia de Zaragoza, visualicé a mi manera sus paisajes fluviales y rústicos e imaginé esta conversación apócrifa entre don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza. Tan verídicamente sentí todo, que a la sombra de un árbol no muy grande me senté recostado al pie del mismo, bajé el ala del sombrero y comencé una meditación a mi manera, no muy pía, pero sí cargada de buenas intenciones. Oiga usted, que en el fondo no soy malo
A pocos metros de mí estaban atados un caballo famélico, que creo que por el parecido se  llamaba Roncinante, y un burro al que también su dueño le decía “El Rucio” a causa de su color de pelo. Se nota que los animales se encontraban tristes, exhaustos y tenían hambre, porque no hacían otra cosa que agachar la cabeza y devorar toda la hierba que encontraban, aunque se tratase de ortigas. Al principio sentí algo de temor por si se acercaban a mi lado y tuvieran tentaciones gastronómicas, que algo relleno ya estoy. Pero no, que parecían pacíficos aunque no tuviesen motivos para ello, por lo que desistí de mis iniciales tentaciones de subirme por las ramas, algo habitual en mi. La situación resultaba familiar, y una nube de cariño me envolvió junto a esos seres malvivientes cubiertos de moscas asquerosas. ¡Cachis la mar salada, que maldita pena, penita pena me daban los pobretes! Así que me dio por tomar un viejo pozal, y aunque un tanto oxidado, lo aproveché para sacar agua del río, y tanto asco me dio cuando en el recipiente hallé el cadáver de una rata hinchada, que el contenido lo eché encima de mi. Del berrido que di, tanto el jumento como el equino huesudo escaparon al galope provocando todo un estruendo con aires salvajes. Al fin, don Quijote y Sancho los pudieron contener junto a un arroyo que yo no había visto, por lo que los fieles Roncinante y El Rucio se calmaron y pudieron saciar su sed, que algo es algo. Pero mis gritos lastimeros continuaban sin parar mientras extendía mis ropas camperas sobre la hierba, quedándome tan solo con unos calzoncillos que me daba vergüenza despojarme de ellos, porque es que además, con el viento me voló hasta el sombrero. Y en esas estaba cuando los ilustres forasteros llegaban a mi.
 Mientras el ingenioso hidalgo, que se asemejaba en delgadez al caballo, no sabía si  reír o poner cara piadosa o cabreada con aires tristes ante mi presencia, me llamó con estas palabras: “Oiga, buen hombre, no se esconda y procure secarse de alguna manera por aquello de los catarros. Ah, y quítese la ropa interior que lleva y quédese libre de esos calzoncillos que huelen a rata”. El menda, colorado como un tomate del buen campo aragonés, se daba cuenta que el delgado caballero tenía toda la razón, pero como uno es muy pudoroso, opté por esconderme tras un árbol, tapándome con las manos la parte más pudibunda. Afortunadamente en un principio, el amigo Sancho vino con la manta que arropaba a su burro, a fin de que me tapase  y se me fuese la vergüenza. Aquello supuso una solución, pero solo en parte, por lo que los aires mal perfumados del jumento llegaron con una gran potencia a mis fosas nasales. “Me temo amigo Sancho, que a pesar de tu buena voluntad, el remedio que le has ofrecido a este buen hombre, no ha sido muy afortunado. ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que te he dicho antes de que “La libertad es uno de los dones más preciados? Dejemos pues que mientras se seca, su cuerpo quede totalmente extendido al pleno sol”. ¡Ya lo creo que entendí el mensaje! Salí del árbol, me despojé de la manta a cuadros con pelo de asno, y ya sin vergüenza alguna, tan solo me quedé de nuevo tapado con las manos, que lo hice así tan solo por aparentar un mínimo de timidez.
El caso es que nos quedamos los tres con un aspecto de gansos que si los viésemos al revés sería para partirse de risa. “Riámonos de nosotros mismos y así podremos reírnos de los demás”, dijo el noble hidalgo. “Me llamo Alonso Quijada de Salazar y por culpa de don Miguel de Cervantes Saavedra también se me conoce como don Quijote de La Mancha, pero usted puede llamarme Alonso, que me gustaría mucho. ¿Qué tal está amigo?” A continuación me tendió su mano derecha, mientras que apenas pude taparme con la izquierda para así corresponder al saludo. Verdaderamente la situación era caricaturesca y aún resultó en demasía cuando Sancho quiso presentarse a sí mismo, como también al burro. Por lo menos el animal no me levantó la pata al estilo perro,  que se conformó tan solo con un rebuzno al que respondí con una de mis habituales carcajadas. Llegó mi turno y me presenté como el Gabino que soy, “además  del marido de doña Jimena…” “Ah…, ya entiendo –dijo don Alonso-. Qué suerte la mía el estar ante la reencarnación de don Rodrigo Díaz de Vivar “El Cid Campeador” Excelentísimo señor –dijo hincando la rodilla derecha en tierra-, el Destino me ha puesto en el mejor camino ante un héroe único en la historia de España. Lo siento Sancho, pero ante la evidencia no nos queda otro remedio que rendir pleitesía a este gran señor y dejar que sea él gobernador de la Ínsula Barataria, tierra de nobles gentes aragonesas”. Me dio mucha vergüenza ante tamaña reverencia, y tanto fue así que a fin de que se levantara le alcé con ambas manos, quedando plenamente desnudito y sin hoja de parra.
Perdido ya el protocolo y el respeto en su totalidad, les dije que sentía no poder aceptar tan inmerecido nombramiento. Que ellos tenían más derecho que un servidor, puesto que descendían de la cuna de don Miguel de Cervantes, si bien el respetado hidalgo, aún repitió eso de “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no puedo acordarme… Sepa usted don Rodrigo, que soy muy mayor y empieza a fallarme la memoria. Por eso puede que también me conozcan como el Caballero de la Triste Figura”. “¿Tan triste es su vida?”, le pregunté un tanto compungido, a lo que él me respondió que “siempre me he movido por idealismo. Aquí donde nos ve a Sancho, a mi y a los jumentos un tanto abatidos y hasta aparentemente derrotados, somos felices porque en todo momento nos mueve la más firme defensa de los débiles. Ante su presencia estamos, señor, cuando hace tan solo unas horas que hemos llegado tras un largo viaje desde La Mancha, donde hemos luchado como deshacedores de entuertos contra gigantes y cabezudos.. (“que eran molinos de viento, mi señor”). “Que no, Sancho, que eran unos gigantes muy malos, tanto como Polifemo y sus amigos”. “¿Pero tanto y tanto?”, les contesté alucinado como estaba al escuchar tamañas gestas.
Me confesaron ser amigos del buen yantar, y de las damas hermosas, pero si mi aspecto era el de un alocado surrealista, el de ellos daba también una impresión famélica. “Ahora ni damas ni yantar, que vamos a salto de mata en mata y nos alimentamos de las buenas lechugas de esos campos que administra Dios y que roban los diablillos estos que nos acompañan. De ahí nuestro aspecto. No sé cómo nos vamos a presentar ante los habitantes de Alcalá de Ebro, tan señores y tan nobles ellos”. Tanta pena penita pena me daban estos nuevos y a la vez viejos amigos, que “ahora con las ropas secas, me visto y vamos a casa de la señora Concha, que os dará trajes y obsequiará con un buen comer de esta tierra para después gozar de un baño gratificante y hacer la presentación del amigo Sancho en la Plaza Mayor como el gran gobernador de la Ínsula Barataria, que después don Alonso se irá a la búsqueda de la señora doña Dulcinea”.
Y para ser fiel a sus propios principios, Sancho Panza dijo sentirse muy satisfecho y al ver a unos jóvenes con sus instrumentos musicales que se acercaban hacia ellos, sentenció: “Pues que suene la pavana”. Hasta los jumentos se unieron al coro que formábamos los demás: “Que suene, que suene alegre la pavana de Don Quijote.”

MANUEL ESPAÑOL



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