El invierno es suave y el sol de media
tarde luce en la plaza parisina de Montmartre. Los veladores exteriores están
dispuestos pero no muy ocupados, a la espera de la puesta del sol, y allí que
me presento con mis pantalones de pana, un tres cuartos a juego y una gorra a
estilo apache. Tengo unas pintas como para danzar en la pista central de un
cafetín y dar la nota. Pero ya llegará la noche y bajarán las temperaturas y
entonces pasaré al interior del Café Casablanca, sí, igualito que el de la
película testigo del amor entre Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. De momento me
conformo con tomar asiento fuera, en la soledad y al lado de la puerta de
entrada. Trato de encender un pitillo y una ráfaga de suave viento con ritmo de
vals bailado por una vampiresa, me lo impide. Sonrío, y ella sin embargo,
me mira de reojo, digamos que con un
gesto de indiferencia. Por fin la dama alta, rubia y calada con una llamativa
boina que realza una parte de su rubia cabellera, toma asiento. Mi vista se
posa sobre la ocasional vecina de mesa:
labios rojos y sensuales, chaquetón de piel que acaricia, falda medio entubada
con una abertura costal que le llega hasta la cadera, y que no trata de
esconder la parte correspondiente de su anatomía.
“Gabino, que te veo venir, Gabino que te
pierdes, Gabino no sufras…”, me digo a mí mismo . La miro, la remiro y la vuelvo a mirar, que a
otra cosa no me atrevo, que de repente me he vuelto tímido. Pero ella se gira
hacia mi, me dirige una amplia sonrisa que no tiene nada que ver con la
primera, que permite observar de muy cerca su blanca dentadura, con unos ojos
hermosos que le bailan. A base de gesticulación pregunta si soy tan amable de
darle fuego. Nervioso es lo que me pongo, que como fumo poco no tengo mechero,
pero llevo cerillas; así que enciendo una y los buenos aires hacen que se
apague antes de llegar a su destino; vuelvo a encender otro fósforo y ella junta sus manos con las mías. La aproximación ahora no ha estado mal y habrá
que ver cómo se produce la siguiente, que espero sea inmediata, mientras que
suenan de trasfondo las notas alegres de
un baile desenvuelto y vibrante. Encendemos otra, y por eso de que a la tercera
va la vencida, le tomo la mano libre y ya no se la suelto. Ella en vez de darme
las gracias, ya con el humo en la boca lanza un aro directamente a la mía, que
devuelvo de inmediato a la suya y ahí se inicia un juego con tintes amorosos, en
el que rápidamente se abandonan los humos que ciegan los ojos y los cuerpos de
ambos intercambiamos nuestras dosis de oxitocina. Mientras, el camarero pasa
discretamente por detrás de nosotros y se lleva sin posar sobre la mesa las
consumiciones que habíamos solicitado. Con una risa muy gala la suya, el amigo
Pierre se va disimuladamente mientras sonríe con la exclamación gestual de “Oh,
amour, mon amour”. Pero Ivette, que es
así como dice se llama ella, no le deja partir al camarero, por lo que le
arranca los dos triples de Martini que
llevaba en la bandeja, y a causa de ello
se enfría un poco la situación que tan altos grados había alcanzado. “Ay qué
borrachita ella y qué inoportuno el famoso Pierre”, digo en un español que ella
entiende perfectamente, por lo que suelta una carcajada y a la vez la pícara de ella confiesa que “en realidad
me llamo Avelina, y soy de Badajoz. Lo de Ivette no es mas que mi nombre
artístico, y aquí en el “Casablanca” soy bailarina, cantante y pianista. Pero
no te preocupes, que me has caído tan bien, irradias cariño con tata fuerza, que
los Martinis con las aceitunas de mi tierra corren por cuenta de la casa,
mientras que mi actuación de hoy estará íntegramente dedicada a ti. Pero
vámonos ya adentro, que ahora comenzará un “can can” extraordinario con doce
chicas que bailarán para nosotros y una orquesta.
Así las cosas y un tanto cabizbajo con la
oxitocina cortada, asiento con cara de circunstancias: “Pasemos a la sala y que
siga la fiesta. Ella me toma de la mano y nos acomodamos en primera fila antes de
que empiece la música bailarina. Comienza la orquesta con el tema central de
“Alrededor del mundo”, y a continuación llegan los gritos alegres de las chicas,
una por una, hasta que llegan a ocupar la totalidad del escenario, y así danza
que te danza, hasta la caída final ante el delirio del público.
Ha llegado el momento culminante. Tras un
sonido con aires circenses a la batería, tras un repiqueteo con tambor y ante
una plataforma en estado diáfano con el acompañamiento de un piano de cola y un
gran equipo de sonido, sobre la misma, el camarero Pierre se convierte en presentador
ataviado con una chaqueta abrillantada con lentejuelas y anuncia: “Señoras y
señores, damas y caballeros, la Dirección del “Café Casablanca” tiene la
satisfacción de presentar a su estrella, la gran Ivette, cantante, pianista, bailarina, que esta noche
les presentará lo mejor de su repertorio”. Ella, que en esos momentos está
junto a mi, tarda en subir al escenario, aunque antes se quita ante mi la boina
y el chaquetón de piel, quedando con un escote espectacular, dejando también al
descubierto y de manera elegante, unos guantes largos y ajustados parecidos a
los que llevaba Rita Hayworth en “Gilda”. Se arranca con lo de “Amado mío” y
comienza un strip tease (de guantes, claro) que enardece. Poco a poco me va
cambiando la cara que tenía de lo que podía haber sido y no fue, y aplaudo
emocionado.
Ella vuelve a sonreír y me lanza un beso que
mantiene mi dulce semblante, me ilumina el cañón de luz, me pongo en pie, le
lanzo un clavel que recoge y me pide el título de la canción que quiero que
interprete. Le digo que cante “El tiempo pasará”, de la película “Casablanca”,
y se establece un diálogo que es todo sentimiento. “Es tiempo pasado – dice ella-
que ya no volverá, Gabino”. Mi contestación es clara: “No te preocupes, siempre
nos quedará París”. Bajo la cabeza mientras un electricista dice en voz alta: “Fuera
luces, apagad el cañón y encended las luces de escena”. Me levanto, salgo del
local en medio de la penumbra, y en la plaza mientras tanto, llueve. No sé si
son mis ojos o es el agua que me impide ver la luna. Habrá que abrir el
paraguas, mientras Avelina repite la canción. No sé si quedarme. Como siempre,
no sé qué hacer. De allí me bajo a Pigalle, y mientras silbo “El tiempo pasará”.
MANUEL ESPAÑOL
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