Mi
progenitor, buen aficionado como era a las antigüedades, me llevó un día a una
sala de subastas muy especial situada en la Place Saint Sernaint, pero en esta
ocasión con las intenciones de ver si podía traerse algo para España. Recuerdo
que iba bien sujeto de su mano, pero en un momento determinado me desasí,
llegué a una tarima bien visible y allí, en el centro, estaba él: una figura de bronce macizo, traje
apayasado con gorro de forma cónica y tocando una mandolina. El escultor era un
tal Bouret, pero carezco de más datos sobre la autoría. Y allí me quedé quieto
y absorto, contemplando esa escultura que parecía hablar. Así hasta que llegó
papá y respiró profundamente aliviado al verme. Agaché la cabeza en señal de
una fingida y pícara sumisión que él captó perfectamente, y se echó por fin a
reír y yo a sentirme aliviado. “¿Te gusta esta figura tan bonita?”. No dudé la
respuesta: “¿No se trata de un personaje triste? A mi me gustaría llevarlo a
nuestra casa en Zaragoza, a ver si contándole cosas bellas y chistes como los
tuyos lograba hacer de él un personaje alegre”. La verdad es que el personaje estaba moldeado tan expresivamente,
que en su contemplación se alejaba casi en plenitud del concepto estático. “Y
de aquí (apuntando al ojo derecho) le asoma una lágrima”. Mi padre, la persona
más sensible y buena que he conocido, me dio un beso y me explicó: Se trata de
Pierrot, todo un enamorado de Colombina, pero cortejado por un Arlequín más
gracioso y persistente en plan conquistador. Ellos, junto a don Pantaleone
forman la parte esencial de la Comedia
del Arte”. “¿Papá, y con quien se queda Colombina?”, volví a preguntar. “Tu con
quien quisieras?”. Le respondí
claramente que con Pierrot, “que es más bondadoso y tiene mejores
sentimientos”. “Hijo, pues tu eres como él. ¿Pero sabes que las mujeres
prefieren a los hombres cascabeleros, alegres y un poco pícaros? Así que buen camino llevas
chaval…”. “Pero si lo compras, papá, yo hablaré a todas horas con él y le contaré
esas cosas buenas que tu me enseñas”. “Hijo –me contestaba-, me decía tu abuelo
eso de que “no te fíes ni de tu padre”. Tanto y tanto empeño puse y tanto
aburrí a papá a base de repetir y repetir,
que me dejó por imposible, preguntó el precio de salida, vi que soltaba unos
pocos billetes de los que aún disponía, y Pierrot iniciaba así el camino hacia
su nueva casa a orillas del Ebro. “¿Estás contento, Manolete (él también se
llamaba Manuel pero con el Pablo por delante)?” Le dije que mucho, que era el
“garçon” más feliz del mundo. Pablo Manuel Sr. me soltó una sonora carcajada y
con mucha guasa me tomó de nuevo de la
mano y le dio por acelerar el paso. “Pues bien, que para celebrar que estamos felices
ahora nos comeremos un buen gato”. “Papi, ¡que asco!, que a mi no me gustan los
gatos”. Me miró pensando que tenía un
hijo medio lelo: “¿Ves esa tienda?, ¿qué venden ahí?”: “Pasteles y no gatos”.
Mi padre no podía más conmigo y terminó aclarándome que pastel en francés se
dice “gateau”. Mi respuesta tuvo un poco de mala “milk” cuando le dije que “ya
lo sabía”. Papá me miró con ironía y le expliqué que me había enterado el día anterior,
cuando a la hora del desayuno el primo François me decía haber guardado la
golosina . “Este gato lo tenía para ti” y me enseñó la traducción escrita y
verbalmente. Y se da la circunstancia de que mi progenitor se alegró muchísimo
al apreciar que su hijo tenía más picardías de las que él imaginaba. Pienso que
a partir de ese momento ya estábamos en una mejor sintonía que no decayó en
ningún momento.
Cruzamos de vuelta a nuestro hogar
español los Pirineos, y Pierrot quedó instalado en el recibidor de casa. Al
principio no me despegaba de él, creía escuchar que de su entorno salían músicas renacentistas, y
canciones de amor, unas veces tristes
como mandaban las circunstancias apoyados por unos escritos con renglones torcidos, porque el
infeliz de mi amigo, aun siendo de bronce, parecía un ser animado, unas veces
cuando Colombina le daba cuerda soñaba con la felicidad completa incluso a
veces cuando estaba en plena soledad
lanzaba sus sentimientos al viento, hasta que aparecía el capullo de Arlequín
haciendo piruetas mientras preguntaba por la amada de ambos, escondida y
avergonzada tras unos arbustos. Fue el momento en que don Pantaleone, un
personaje ya muy mayor al que le gustaban mucho las mujeres y en especial
Colombina, pero cargado de grandes tesoros debido a sus actividades de usurero,
y por lo tanto un serio competidor en cuestiones de amor.
Pero la chica no era una mujer interesada
ni egoísta, y también soñaba con sus
enamorados. Uno de los dos, ¿Arlequín o Pierrot? Mientras el viejo verde la
cortejaba, los otros dos pretendientes estaban juntos y escondidos y tramando
que no iban a admitir a Pantaleone en la lucha por la conquista, por lo que
decidieron desenvainar sus cuchillos, y
ambos a una, le hicieron correr al pobre hasta dejarlo exhausto y con los
calzones bajados hasta los tobillos. “Sciocco,
asino, ragazzino con un basso stelo” (“Tonto, burro, cabrito de baja
estrofa)” fue lo más suave que salió de la garganta de Pantaleón, mientras los
otros dos hombres se partían de risa.
Colombina se quedó a solas ante Pierrot y
Arlequín y así hubo diez minutos de paz. Ella le tomó de las manos a Pierrot, y
cuando más feliz parecía éste, el trasto de su
rival le tapó los ojos con su mano, Pierrot se quedó con cara de bobo y mientras era testigo de un
beso apasionado entre dos alegres amantes, se dio media vuelta y se internó cabizbajo
por el bosque hasta llegar a una pequeña explanada atravesada por un riachuelo
muy caudaloso. Sacó su mandolina que brillaba ante la nocturnidad, y mientras
contemplaba la luna clara y hermosa. Con los ojos bien abiertos contempló las siluetas
de los ya novios, ya amantes. Miró muy atentamente, con la vista clavada y se
convirtió en un virtuoso de la mandolina, al tiempo que una vez inspirado le
salió esta canción:
“En la noche cargada de magia,
cuando la luna está más hermosa
y plagada de misterio/
¿qué tienes tu oh, luna
que tus siluetas son oscuras
y yo sueño y veo la sombra
perturbadora de Colombina?/
¿Acaso no recuerda los besos que le di
al pie de este arroyuelo?
Entonces yo me bañaba en lágrimas,/
Tu te empapabas del agua que hacía
relucir tus ojos de amor/
Arlequín había triunfado
Y después me diste la espalda
Y os fuisteis a vivir a la luna
Y os escondisteis en un cráter amoroso/
Desde este claro de luna os contemplo,
Que el amor no os quite las sonrisas,
que mis lágrimas sean vuestro elixir.
Una última mirada al astro selenita, y
Pierrot recibe unos potentes haces de luz con unos corazones abiertos. Este les
devuelve un beso, se vuelve y marcha cantando con dulzor y amargura a la vez. Eso sí, se marcha con el ojo derecho llorando.
MANUEL ESPAÑOL
Dedicado
a mis hermanos Kiko y Concha y a mis sobrinos Ignacio y Pablo
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