FOTO: M.E.
En mi cuarto de trabajo (trabajar es un
decir) dispongo de un ordenador y a través de él escucho las versiones
jazzísticas de El Cigala, de Louis Armstrong y Areta Franklin. He entrado en
tiempo de ponerse a pensar en los caminos que nos conducen por la estratosfera
con tintes surrealistas, encoger los hombros y sonreír poniendo cara de
felicidad. Es lo que tiene la música, que endulza la amargura y te transporta
al tiempo de que te abre la mente, si bien te distrae de tal forma que a veces
te olvidas de los propósitos que tenías planificados. Está decidido, sea como
sea, mañana iré al Café Central de Madrid, donde siempre encuentro un ambiente
marchoso , inteligente y cargado de ritmo.
Punto y aparte, el caso es que tengo ante
mi un número con muchos dígitos, hasta tal punto que he perdido la cuenta. Y
siento la necesidad de llamar por vía telefónica a Pablo, que se encuentra en
su domicilio en el centro de Tokio. El chico es muy joven y en esta tierra que
me vio nacer y que todavía se llama España, son las 9 de la noche. Inconsciente
del desfase horario y con mi sonrisa a veces demasiado inocente, me decido a
marcar. Tras seis tonos que no dejan de ser desagradables, una voz somnolienta
me contesta: “って” (¿Diga?). Pienso
que me han soltado una sucesión de tacos e insultos, y dispuesto a colgar le pregunto
si no me he equivocado; más tacos incomprensibles y luego le digo que no se encabrite,
que no es para tanto. Al reconocerme la voz, no se le ocurre otra cosas que gritarme
ligeramente enfadado: “Capullo, ¿pero no te das cuenta que aquí son las 4 de la
mañana y me tengo que levantar a las 7?”. De verdad que lo siento, le doy mil
excusas y como pongo una voz un tanto guasona, el chico baja el tono de “mala
milk” y hasta parece que se atreve a soltarme una risa. Aprovecho para
preguntarle a qué hora se ha acostado, me dice que “ya es momento para que te
calles, que he llegado del Cotton Club a las 3 y además no estoy solo, si es
esto lo que quieres saber”. Le llamo fanfarrón, pero observo que tras el
teléfono, una voz le susurra: 私の人生の愛 (amor de mi vida)”. El otro cuelga sin musitar palabra alguna.
Parece que está alimonado. Puede que tenga razón, que alguna dosis de
inoportunidad ya tengo.
A las 10 de la mañana hora española,
decido ponerme debajo de la ducha mientras trato de emular la voz inimitable de
Plácido Domingo. Suena el teléfono, Jimena no está conmigo en Madrid y no tengo
más remedio que mojadito y sin prenda alguna que me proteja, asirlo y ponérmelo
en el oído. No me lo puedo creer, en esta ocasión el capullo es mi sobrino
nipón, y con un tono distendido. “¿Ya no me guardas odio por la faena de hace
unas horas?”, le digo. “Pues a mi también me has pillado en un momento crítico;
en la ducha y solo. No como otros… “
El otro ríe que ríe, me indica que me va
a pedir un favor muy gordo a mi, que soy tan fiel a mis cositas del querer. “Es
que en el Cotton Club de Tokio he conocido a una chica muy mona con sus
hermanos Akihiro (“luz que brilla en el extranjero)”, y Atsushi, hombre
cordial, educado y respetuoso. Ellos resulta que son muy buenos músicos, han
oído mucho hablar sobre el Café Central, y como dentro de tres días tienen
planificado un viaje a Madrid, he pensado que les podrías llevar a conocer ese
que tu llamas templo de la música de color, invitarles también a un viaje a
Toledo, y así se llevarán una buena impresión de su visita a España”. “¿Y la
chica?”, le pregunto con cierta ironía. Otra risa: “Esa se queda conmigo para
que no esté solita, y… ni me llames a según qué horas”. Como no sé decir que
no, pues adelante, que vengan. Y encima me lo dice con exigencias. ¡Capullo de
sobrino!”
Dos días después llamo a Pedrito, le pido
por favor que reserve una mesa para los
japoneses y para mi, a poder ser en primera fila, que quienes vienen son
músicos de mucha categoría. “Eso Gabino, lo tienes hecho. Estáis invitados.
¿Beben güisqui tus amigos? Aquí tenemos el mejor del mundo”. La horas pasan,
los días también. Ha llegado el momento del encuentro. Son las 8 de la tarde y para
ese momento, originales nosotros, hemos quedado debajo del reloj de la Puerta
del Sol. Akihiro y Atsushi se han presentado con sus kimonos de gala y están
rodeados de gentes que quieren plasmarlos para la posteridad en sus teléfonos
móviles y cámaras fotográficas. Ellos, guaperas y simpáticos, hay que reconocerlo,
sonríen y están especialmente rodeados de chicas. Reconozco que cuando llega el
momento del encuentro, desaparece el tumulto y ellos comienzan a respirar.
Carretas arriba hasta llegar a la plaza Benavente y desde allí a la Plaza del
Ángel, como no conozco la vergüenza, estaba que me partía de risa. “¿Se han
escapado de un circo?”, preguntaban. “No, son grandes músicos japoneses”, es mi
respuesta. Y todo era cara de extrañeza entre el público curioso que paseaba
por la calle.
En la puerta del Café Central está
Pedrito esperándonos. Lo que no se imagina es que tras nosotros hay toda una
procesión de curiosos que cuando les dicen que hay que pagar, despejan la zona.
Allí, en el interior nos colocan en una mesa de cuatro en primera fila. En ese
momento suena una trompeta en combinación con un piano de cola, y de repente
comienza a vibrar la batería que interrumpe la música, mientras Pedrito decide
subir al escenario, y micrófono en mano anuncia: “Hoy es un gran día en el Café
Central, espero que dejarán un buen recuerdo dos de las estrellas de Cotton
Club de Tokyo. Desde Japón han llegado los hermanos Akihiro y Atsushi,
auténticas estrellas de la música en su país. Distinguido público, les ruego un
fuerte aplauso dedicado a estos dos amigos”. El foco central ilumina a los
nipones, que animados a ponerse de pie, son aplaudidos estrepitosamente. Ellos
presentan un semblante muy coloradote, como si de tomates maduros se
tratase. Andrea y Richard, que habían estado actuando hasta el
momento, muy educados ellos le ceden el paso a nuestros nuevos amigos. En pleno
momento de confusión, yo les explico a través del traductor portátil de Google,
que están invitados a tocar. Mientras, el público arreciaba sus gritos de ánimo
“que canten, que toquen, mientras alternan con los consabidos pitidos. “Grasias
Madrid Vifa Madrid”, es lo único que saben decir, y mal, mientras con permiso
de los actuantes anteriores, toman la trompeta y el piano. Servidor de ustedes
y del capullo de mi sobrino, resbala timorato por mi silla casi hasta caerme en
el suelo del puro miedo que me atenaza, mientras Pedrito se pone pálido. ¿Serán
tan buenos músicos como queríamos hacer ver para darles importancia?. Al final podemos
sentarnos mientras se encienden los focos y se ponen en marcha las cámaras
filmadoras.
Primeros compases de “Sumertime”,
primeros y fuertes aplausos. Mientras, el trompetista alterna la trompeta con
la voz, como si de el mejor Louis Armstrong se tratase. El público, que
abarrota la sala, mueve los pies, y la ovación final resulta impresionante.
“Otra, otra, otra, otra”, gritan los
espectadores entre unos artistas como Andrea y Richard, que vuelven a tomar el
relevo, pero en esta ocasión apoyados por los hermanos nipones.
Al día siguiente le llamo a Pablo en
horas apropiadas para los dos, y le comento que sus amigos han tenido tal
éxito, que han firmado contratos para actuar en toda España, que tardarán
bastante tiempo en volver. “Mejor –dijo él- que aquí les esperaremos los dos.
MANUEL ESPAÑOL
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