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PARA VENCER EL OLVIDO



Dedicado  a los maestros rurales del Pirineo de Huesca

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“Es preciso poseer, no solo lo que los hombres han pasado y sentido, sino lo que sus manos han manejado, lo que su fuerza ha ejecutado, lo que sus ojos han contemplado todos los días de su vida”.

Juan Ramón Jiménez


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Arriba en la era, allá en el barrio de La Peña, o en un accidentado y pequeño llano de las estribaciones montañeras que conectan con inmediatez la zona poblada del valle, un mulo o una mula, o los dos, no recuerdo bien, iban enganchados al trillo al para trabajar bien los cereales. El conductor o conductora se encargaban de la manipulación del artefacto, a veces conducido por un zagal, a veces era yo, y en ocasiones por mujeres mayores del pueblo, que allí todos colaboraban, mientras que de las tareas de fuerza se encargaban los hombretones y demás mozos jóvenes, fortachones ellos.

“¡Sooo, mula      parda, que me vas a tirar y me haré una cuquera!”. Esta era una frase que se repetía continuamente, cuando los brutos animales hacían uso excesivo de su mucha fuerza y poca inteligencia, dejándose llevar por sus impulsos mentales. Que a fin de cuentas, algunos ya lo saben, y el que no lo aprenda, los mulos son unos híbridos hechos para el trabajo y el transporte, y resultantes de una copulación completa entre una yegua y un burro, o entre una burra y un caballo. ¿Qué puede salir de ahí? Es lo que había en unos tiempos no tan lejanos de los actuales.

La mayoría de los niños se divertían y esperaban con ansia los tiempos de la trilla, durante los cuales se cantaban y bailaban jotas o sonaban las gaitas, mientras algunos iban a dar con sus huesos al suelo. Las escuelas, fácilmente se quedaban vacías y en el mejor de los casos, con tan pocos asistentes, que a maestros y maestras se les caía el alma al suelo. Doña Pepa, con una carga humana impresionante  y siempre entregada a hacer el bien, se propuso y lo consiguió que los chicos pequeños volviesen pronto a las escuelas tan rurales, que solo funcionaban a base de sacrificios por parte de todos. En sus tiempos era una moza de muy buen ver, y así se mostró al llegar al pueblo; tanto que Serapio, un “mocé” guapetón, listo y muy trabajador, se enamoró perdidamente de ella y convenció a la nueva profesora para establecer  allí juntos su hogar. Cupido apuntó con precisión y rió cuando se dio cuenta que había acertado con todas sus flechas. Ella le enseñó a él geografía, literatura, matemáticas y también a leer y comprender a Cervantes. “Mis hijos no serán tan cerrojos como yo -señalaba Serapio-, que mi Pepa les enseñará mucho y harán carreras” Lejos de eso, de cerrojo, nada, que Serapio Fanlo  llegó a ser un auténtico maestro de la vida. A él y a su mujer les adoraban. Hoy, sus descendientes llamados Paquita y Gervasio son ingeniero agrónomo y médico rural, respectivamente, y nunca se han despegado de su villa, porque la constante ilusión siempre bien manifestada, era y sigue siendo la de aportar cada uno un granito de arena día a día y así lograr creación de más puestos de trabajo en su villa, así como en las pedanías de la misma.

Con un inmenso sentido de la responsabilidad y mucho amor por el prójimo, gentes como doña Pepa trataban y tratan de emplear todos los recursos humanísticos a fin de evitar la agonía de los espacios secos de humanidad y de recursos. Este era su empeño vital. Maestros y maestras no solo luchaban y luchan por aportar una mayor calidad de vida, sino el mejor enriquecimiento cultural posible, que bien sabido es que sin cultura no hay avance posible.

¡Ay aquella “maestrica” guapa y tan especial, no sólo enamoró a su chico, sino a todo el pueblo. Y eso que cuando veía una injusticia sacaba a relucir su firmeza de carácter, a veces (muy pocas) agresiva.


Volvemos a la era. Un día de trabajo en la trilla, la escuela se había quedado vacía de chicos. Torció el gesto, subió arriba y vio a uno de sus alumnos predilectos, Sergio, caer del trillo debido al impulso cerril de  una mula parda a la que todos temían. Como Pepa tenía igualmente conocimientos avanzados de enfermería, tiernamente le curó de sus heridas, digamos que superficiales, y el chico expresó sus mejores sonrisas. “¿Serían tan amables de parar las tareas por un rato? Es que me gustaría hablar con ustedes”. “Lo que usted diga, señora maestra, estamos a su disposición”, dijo el más veterano. “Verdad que ustedes quieren a sus hijos?”, preguntó doña Pepa que obtuvo la siguiente respuesta: “Eso no lo dude, más que a nosotros mismos. Pero lo que le ha pasado a Sergio no ha sido más que un accidente, que al pobrete  afortunadamente no le ha pasado nada”. “Pero le pasará, seguro”, que siendo tan listo como es, no podrá ser otra cosa que un campesino que recorre para trabajar siempre en el campo de sus sudores”, dijo ella. “No lo quiera Dios”, expresó “el Romano”, padre de la criatura mostrando un rostro un tanto desagradable. “Pues Dios no querrá y ustedes tampoco, pero son sus mayores, insisto, los responsables de la vida futura de su hijo”. “¿Y qué podemos hacer –contestó Matilde-. El tiempo amenaza y se nos puede estropear toda la cosecha. Necesitamos a los chicos para trabajar, no solo en el trillo, sino en el campo  en general, que luego llega fin de mes y las despensas están vacías”.

La maestra volvió a mostrarse firme en la expresión de sus conceptos, y exigió que Sergio volviera de inmediato a la escuela ¿Y los demás chicos?. Ella decidió hablar esa misma mañana con todos los niños y sus padres, y en tres horas los chicos estaban en el aula con Pepa sentada en su mesa, junto a un mapa político de España de aquel entonces, y una pizarra para escribir con clarión. Aquella fue la generación del renacer de un pueblo que en tiempos como estos ha escapado de la España vacía.

Han pasado los años tras un arranque que comenzó en los albores del siglo XX, con los impulsos sabios de personas como Giner de los Ríos, Juan Ramón Jiménez Mantecón y Manuel Cossío entre otros. Hoy, en este siglo XXI que no acaba de despegar definitivamente. nos encontramos con un país que paso a paso  aunque sea lento, mira hacia delante.

Me he referido especialmente a tiempos pasados, pero ha llegado el momento de volver a la realidad actual. Estoy sentado en un banco junto a la Caseta de Papel en la terraza que hay encima de los porches de Biescas mirando hacia el Ayuntamiento. Empiezo a soñar despierto y una gran amiga mía con muchos años de ejercicio y de esfuerzos, me pregunta: “¿Qué haces aquí con la vista perdida?”. “Estoy pensando en ti que día a día con tu sonrisa inquebrantable, ibas en tu velomotor hasta Gavín aun a pesar de la nieve y los vientos a dar tus clases, pienso también en la maestra de Saqués, en las personas que como tu entraban en las casas de los alumnos para hablar con los padres y ayudarles en todos los sentidos de la vida”. Los tiempos han cambiado y se trabaja también mucho y con mayores avances tecnológicos. ¿Pero se trabaja ahora con más humanidad y amor? Preguntemos a la rosa de los vientos.

 

 

MANUEL    ESPAÑOL



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