Foto: M. E.
Alejado
del bullicio de este perro mundo en el que se juega con maletines nucleares y
armas de destrucción masiva (hoy me toca a mi y
mañana a ti, pero si puedo todos
los dias a mi), se puede narrar de la existencia de un bosque infinitamente
hermoso, con una vegetación multicolor y exuberante,
incluyendo igualmente sus lagos y fuentes de agua dulce. Tan solo se puede
apreciar, y no se si con los ojos de la imaginación o con los de ese cerebro que
funciona con espíritu anárquico, pero siempre
sensible a las ondas de la mente y de la ilusión. No puedo decir en que dimensión se encuentra tal maravilla con aspecto mágico y sobrenatural. De vez en cuando, si se da el caso,
que dentro de mis carencias me halle en cierta sintonía con el Cosmos, me resulta posible acceder. ¿Es posible que esté refiriéndome a un bosque animado? Perdóneme por las alusiones, don Wenceslao Fernández Flórez.
Un buen día, y de ello hace años en los que era un púber, tuve la fortuna de visitar el Museo de los Impresionistas de París, y allí percibí a través de un cuadro con síntomas de impacto, la entrada a ese Olimpo que atrapa y
transmite un sentir embriagador a través de los cinco sentidos. En
aquel momento percibí una especie de guiño pícaro de Edouard Manet, en el
que decía: "Ven, acércate, entra". No me lo pensé dos veces, pues de pronto me vi como un intruso en
"La merienda", pintura también conocida como "El
almuerzo". Manet me tomo del hombro conduciéndome para refugiarnos entre
unos matorrales especiales, a fin de no perturbar ni alterar el equilibrio de
un paisaje y de personajes que una vez en el lienzo habían cobrado vida propia. En primer plano se hallan dos
hombres vestidos, una mujer desnuda, y al fondo otra mujer con escasez de ropa.
Se ven también restos de comida, como si el
festín hubiese terminado. Desde mi
puesto de privilegio disfruté intensamente, que como buen
montañés que soy siempre he sentido
debilidad por los paisajes. Me sentía como un salvaje libre y sensible en mitad de la selva. Ahora, aun a
pesar de los miles de caídas de hojas de los
calendarios que han transcurrido desde entonces, mantengo la misma visión respecto al cuadro, pero con menos fogosidad. Alguien se
preguntara que hacían esas niñas que acababan de dar el
salto a mujer, allí desvestidas ante dos señores aparentemente serios y con cara de alelados. Así se lo planteé al pintor, y si no me falla
la memoria respondió: "Lo que tu quieras ver
y aciertes a comprender". Marcado por tal respuesta, mi criterio actual,
que no difiere mucho del anterior, es que un desnudo sobre la hierba y en plena
naturaleza, entona mejor con el paisaje que uno vestido en plan capitalino. ¿Y entonces los señores, que hacen con su
apariencia formal? Pues lo que entonces consideraba normal, si bien ahora suavizo mi forma de ver las cosas,
simplemente con un toque picaron. Pero la vida que se presenta en el interior del cuadro, va mas
allá. Ya he dicho que es la puerta
de entrada a un mundo mágico idealizado.
Actualmente,
cada vez que voy a París no dejo de visitar ni el
Louvre, ni el templo de los impresionistas, ahora ubicado en la Estación d'Orsay, fantásticamente remodelada, como si
de un templo del arte se tratase.
Manet se queda en el mundo por él dado a conocer, y me dice que continúe por ese laberinto en el que el factor tiempo es cambiante
y tendente, según tus deseos. Tiene razón el maestro.
Advertido de que me voy a encontrar con personajes mitológicos con apariencias extrañas para nosotros los terrícolas, el caso es que sigo con mis sensaciones de placidez
senderista por estos bosques encantados
de arbolado y lagos acuáticos a modo de espejo. Aunque
los espacios son libres y mi sensación es de libertad, me detengo
ante un cartel que reza: "Bosque de las ninfas", firmado por el
pintor suizo Arnoldo Bockin. Ante tan encantadora sugerencia, lejos de
detenerme, traspaso. Si ante "La merienda" en mi visita primeriza era
un púber, ante las ninfas todas
ellas desnudas, escondidas pero dejándose ver, ya me he convertido en un adulto, aunque
eso si, sigo con el alma de ese niño, que sigue sintiendo como un
salvaje libre, ahora despojado de toda ropa para ser fiel a mi forma de
apreciar las diferentes sensaciones de la vida.
Tras los
primeros pasos en la segunda prolongación de este Olimpo tan especial,
comienzo a sentir unas vibraciones emocionales placenteras muy intensas. La música cobra fuerza, y en ese preciso momento descubro la
presencia de un semidiós musculoso de exageradas
dimensiones, sin vestimenta alguna, que
con una sinarpa como único atuendo, toca una sinfonía hermosa que para mi tiene un aire cierto aire pastoril.
Se parece al Polifemo salido del "Ulises" de Homero, solo que con dos
ojos. Así que me da por pensar que
"como las ninfas sean de estas dimensiones, voy bueno". Finalmente
opto
por
acercarme a este ser salido de los pinceles de Bocking en el Museo de Budapest
y le pregunto: "Señor semidiós, perdone que le interrumpa. Tan solo quisiera saber donde
están las ninfas que reza el
cartel de la entrada". Su respuesta: "¿No querrá usted quitármelas de este entorno?"
Lo dice con cara de mal genio y voz de bajo cavernícola, para añadir: "¿Ve esos arbustos que hay al otro lado del lago?" Vuelve a tomar su instrumento musical, saca
un sonido que parece propio de un afilador de calle, y aparecen unas veinte
ninfas a cada cual mas bella, que brincan con alegría al ver a un ser distinto al semidiós. "Vaya con ellas y déjenme en paz, que lo mío es hacer música. Eso si, cuídelas bien", termina diciendo el Polifemo este. En un
momento me encuentro ante una imponente masa acuática cristalina y me doy
cuenta de que no sé nadar muy bien. Pero dado mi
afán de curiosidad tan superior a
mi propio conocimiento, me lanzo
valientemente al agua casi congelada, aunque no tanto. Suelto un gran
berrido y sigo adelante. Llego a la otra orilla extenuado, casi muerto. Entre
todas ellas recogen mi maltrecho cuerpo, me introducen en una cabaña y me hacen el boca a boca. ¡Revivo! Y como todas quieren
participar en mi salvamento, acabo extenuado para desencanto de tan fantásticas socorristas. En respuesta a mi necesidad de ayuda,
en la puerta de la cabaña aparece un monumental
centauro, quien al mismo tiempo que se carcajea de mi situación, pero lo primero que hace es echar una soberana bronca a
las ninfas, que "queriendo ser hospitalarias, con vuestro afán de socorrer al prójimo, no le dais tregua mas
que cuando no hay remedio. Y de esta manera pasa lo que pasa" Me doy
cuenta de que no soy el primer explorador iluso, que otros ya han pasado por mi
misma situación. Finalmente, el centauro me
carga a sus lomos, me cruza de nuevo el lago y oigo las risas del semidiós: "Otro incauto que ha caído. Y van..."
Pero yo
seguiré con mis exploraciones
paisajistas y pintureras. Y prometo que no llamare nunca a la puerta del cuadro
de mi paisano Francisco de Goya y Lucientes, titulado "Los fusilamientos
del 2 de mayo".
MANUEL
ESPAÑOL
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