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HORA BRUJA / MI AVENTURA CON UNA MEIGA


Estoy por los montes gallegos y mi entusiasmo alcanza límites extremos, a veces hasta contrapuestos. Abajo el mar, al frente, ese verde que te quiero verde, que me invita a alzar los brazos mientras huelo a tierra mojada, a castaños, eucaliptus y robles. Unas gotas de agua me caen por la cara y mojan la cabeza, alegro mi rostro y termino riendo. Si estuviese en Aragón, seguro que al verme dirían eso de la cabra que nunca está quieta. ¡Pobre loco! Pero estoy en esta Galicia mágica y melosa, de meigas tentadoras, y  mis deseos se muestran entusiastas para lanzar voluntades imposibles que se cruzan con sonrisas. Recuerdo a Camilo José Cela, viajero y literato incansable, perfecto, y a veces libre como el viento, recuerdo a Emilia Pardo Bazán, al siempre inspirado Ramón María del Valle Inclán, Rosalía de Castro, Gonzalo Torrente Ballester, y mi alma se llena de entusiasmo, mis ojos brillan más de lo que deben. Hasta mis oídos llegan los aires de una muñeira, y después otra y otra... Siento las ganas irrefrenables de bajar una cuesta en estado semisalvaje con pasos de baile a mi manera, y así doy saltos, puede que un tanto descabellados, con brazos en paralelo moviéndolos de un lado a otro. Y tan carente de gracia estoy, que no me doy cuenta, tropiezo y caigo al suelo sin consecuencias. Una rapaciña se ríe, parece que sin malicia, pero a mi bien que me mosquea, que no debe uno fiarse del todo. ¿Será una meiga joven o una mayor disfrazada de joven? No sé qué me ocurre, que cuando me dirijo hacia ella, parece que se ha evaporado como por aire de magia. Es natural y lógico lo de este percance que me ha producido una especie de risa extraña y hasta nerviosa. Miro por mi alrededor y no veo nada más y nada menos que una naturaleza hermosa y sugerente, un cielo hechicero de un gris muy especial, espacio frondoso pero desnudo de cualquier trazo humano. ¿Será que he soñado o que he puesto en marcha mi imaginación? Así que para aclarar mis ideas decido hacer un alto en el camino, saco parte de las viandas que me ha puesto la patrona de la pensión de Combarro y llamo con toda la fuerza de mis pulmones a la meiga María a fin de invitarle en armonía. Pero no. Se han apagado los ecos de las muñeiras y tan sólo se escucha mi voz desesperada y por momentos desagradable. “María, mi vida se llama María…”, digo para no sentirme solitario. Ni aún por esas. Tan sólo encuentro la respuesta de una paisana feucha, ella pero con aspecto bondadoso, quien me dice que su hija se llama así, que tiene miedo a los extraños y que vive en una casita muy cercana al lugar donde nos encontramos. Imagínense un pequeño edificio de una sola planta y una chimenea por donde se respira el olor cálido de la leña quemada. Me invita a hacerles una visita y a probar una queimada con embrujo, “como no hacen otra igual en todos los alrededores”. “Ah  -me dice-, que mi hija no es meiga en el sentido literal de la palabra, aunque algo hechicerilla ya resulta. No tenga miedo, que es la rapaza más guapa y buena de todo el mundo. Sin embargo cuídese de los pasos que puede dar por estos entornos, porque siempre cabe la posibilidad de ser víctima de un encantamiento a veces bueno, a veces malo. Que no lo digo precisamente por nosotras”, me dice con un tono muy amable pero también con su toque sarcástico cargado de retranca gallega. En el camino me comenta que la suya es una vivienda solitaria rodeada de vegetación, que en la parte de atrás hay un amplio y bello estanque, que  en la casita, madre e hija hacen una vida relajada salpicada con alguna copa de orujo. y en ella se practica la hospitalidad siempre bienintencionada. Llegamos a la casita, pero un cerco invisible me detiene a diez metros de la puerta, sin permitirme dar un paso. Doña Rosaura, un tanto contrariada, no puede contenerse y  dice: “Esta hija mía ya está haciendo de las suyas. María, ya vale de hacer tonterías, que no eres mas que una aprendiza, y este señor que viene conmigo es bueno”. El caso es que me decían eso de que “meigas, haber, haylas”, y uno que se pone a temblar. “Mira que si salgo de aquí convertido en un cochinillo de buen comer y después me meten en la cazuela… Pues vaya encantamiento este. Yo me voy de aquí”. Y con educación le digo a Rosaura que no se preocupe, que me marcho ya, que tengo que volver pronto a Combarro. Nada, que erre que erre, que tras mucho insistir la buena señora,  traspaso el umbral y a la vista está la joven más encantadora que he visto en mi vida: ojos azules, melena rubia que le cae por la espalda, mostrando hombros desnudos que se complementan con un generoso escote. Y uno que se queda con cara de alelado, mientras María, alejada ya de cualquier atisbo de timidez, vuelve a lanzar su risa que realza el brillo de sus pupilas. Como soy una persona educada y cortés, pues nos besamos, primero con la madre y después con la hija. Encantado. Rotos los primeros hielos, pregunto qué es lo que se cuece en la olla. Me dicen que se trata de un brebaje con cola de rata, dientes de león, uñas de jabalí, carne de serpiente y gusanos de seda, y que todo ello junto es muy bueno para los catarros. Estoy que me creo cualquier cosa en torno al guiso. Mis ojos y mis elucubraciones no saben de gastronomía en esos momentos. Hasta me hallo dispuesto a decir que estoy acatarrado.
Tan mayorcito y tan bobo. Así me siento cuando dicen que quieren que me quede a comer con ellas, que si no ando bien del olfato, que lo que hay en realidad en el puchero es un rico pote gallego, que forma parte de su colección de especialidades. Y tras el pote viene el codillo, y finalizamos con la queimada embrujada, para dar paso a las confidencias de sobremesa. ¡Pero qué bondad la de estas mujeres! Por fin, por efecto de los vapores etílicos  confiesan que son auténticas meigas, que son buenas, pero que en el pueblo les atribuyen maldades que nunca han cometido. “Pobriña –dice doña Rosaura- que esta  hija mía es meiga, pero lo oculta ante los chicos y no se atreve a traerlos a casa. Así que la veo soltera y forzadamente casta para toda la eternidad”. “Eso que piensa usted, señora –respondo con humildad pero con decisión- es una tontería. Ahora mismo, si ella quiere,  nos desplazaremos María y yo hasta Combarro y me pondré a presumir de chica ara darle envidia al chico que le gusta”. Ella dice que sí, y se viste con sus mejores galas, y en el camino me asegura que está desengañada, que ya no le gusta ningún hombre, pero que le encantaría tener un hijo. De esta manera empiezo a sudar desesperadamente hasta que le digo eso de “ahora veremos qué podemos hacer. Demos primero un paseo por Combarro. Visitemos los hórreos”, y ella asintió con un “bueno, no está mal. ¿Y después?”. “El caso es que pasamos por una placita con un cruceiro espanta brujas  y María da un sonoro y prolongado chillido poniendo ojos de loca, y se echa a correr sin que uno pueda darle alcance por más que lo intento para aclarar las cosas. En mi bienintencionada persecución, ella pierde un zapato, pero aún corre más que yo y no me queda más remedio que darle por perdida.
Según me contaron días después, cuando en su momento se enteró doña Rosaura de todo tipo de detalles, puso cara de bruja rara y de sufrimiento, y dijo: “Hija mía, eres tonta. Haberos escondido en un hórreo; el de la Blasa, por ejemplo, que tengo yo la llave y ahí se está cómoda. Si lo sabré bien que te engendré allí con un francés del norte. ¡Ay mala hija, que si sigues así no me darás jamás una nieta, y la saga desaparecerá!
Y María era tan mona, que no sé si obré bien u obré mal. ¡Ay si llego a saber antes lo de la Blasa! Bueno, que de esto es mejor que no se entere Jimena. Total, que no pasó nada.

MANUEL ESPAÑOL

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