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HORA BRUJA / SI AL AMOR Y NO A LA GUERRA



El Caribe siempre ha ejercido sobre mi como el agente más hechicero y pícaro del mundo. ¿Recuerdan aquel libro “Los reyes del mambo tocan canciones de amor”? Que no me refiero a Donald Trump, ¡caramba! ¿Qué sabe de amor ese señor? Más le valdría hacer el amor y no la guerra. En realidad, ¿alguno de los políticos del mundo sabe de amor? Parece que Obama y Michelle, puede que Macron sí esté capacitado, si bien no me atrevo a lanzar las campanas al vuelo. No sé, se lo preguntaremos algún día a su esposa Brigitte. “¿Y no te acuerdas del Bill Clinton?”. Me vuelvo hacia atrás y me sorprende la nueva oratoria de este Pepito Grillo a quien tanto le gusta meterse en mi conciencia y orejas, si bien en esta ocasión quiere dárselas de cómplice con mucha guasa. “No, Pepito, no fue un mal presidente USA. Era –dudo que lo siga siendo- todo un activista que… Huy, no sigo, que luego me dirán que soy un aprendiz de ser humano depravado y hortera. Bueno, ustedes ya saben… ¿para qué entrar en detalles?
Así que vuelvo a los “reyes del mambo”. ¡Qué fenómenos eran y son estos mulatones  (chicas y chicos) tan revoltosos en el malecón de La Habana, mirándose mutuamente en sus ojos brillantes especialmente en horarios nocturnos. ¡Ay esos  deliciosos limones salvajes del Caribe! ¡Qué perfume y qué sabor tan picantón destilan! Y en esas, en pleno malecón de La Habana miro embelesado a la luna, cuando una negrita hermosa parece querer  hacerme despertar de un sueño aderezado con una mirada muy imaginativa por mi parte. “¡Azúcar!”, grito. Ella trata de hacerse escuchar, o ver… o qué sé yo. Suena, o más bien me parece distinguir una música muy salsera salpicada por los más embelesadores boleros que incitan a “¿malos pensamientos?”. Imposible. ¿Imposible?... Y otra vez Pepito Grillo, que me habla con toda la malicia de que resulta capaz, como si uno fuera un fantasma y un iluso. “Gabino, que te veo venir y me imagino cómo acabará esta historia de amoríos locos...”. No le doy tiempo a acabar su sentencia. Saco el matamoscas que había encontrado en el camino y busco por la vía rápida la senda para acabar con el saltamontes. El efecto es adverso, hasta el punto de que casi me quedo sordo al darme con saña en la oreja izquierda. Así que salgo de mi letargo maldiciendo a quien se autodenomina “la voz de mi conciencia”. “Maldito bicho, que de loco surrealista me va a hacer pasar a majara perdido”. En un gesto de rabia me quito la guayabera y me quedo con los pantalones cortos, dispuesto a lanzarme a las aguas del mar que brillan ante el reflejo de la luz de la luna y de las estrellas, iluminadas a la vez por el refuerzo de la luz muy débil de una farola lejana. Nadie se ha fijado en mi ni en  mis tonterías, que aquí cada pareja va a lo suyo. El caso es que me doy cuenta que no me queda ropa por quitar y me pongo de nuevo los pantalones, que afortunadamente he encontrado relativamente pronto. Más tranquilo ya, fijo de nuevo mi atención en la luz de la luna y me da por imaginar que el paraíso está en ese encantador lugar que violó con su presencia el hombre americano. Pienso que allí todo son sentimientos que hacen palpitar los quereres internos, superficiales y hasta profundos de los humanos. Es cuando vuelvo a acordarme de los de mi generación también conocida como “la perdida”, en la que se que predicaba eso de “haz el amor y no la guerra”. La guerra, no sé, pero el amor sí que tiene los más seductores perfumes cubanos.
Mi pituitaria se pone en acción, la música salsera reaparece y recupero la visión que momentos antes me había dejado embobado. “Pero si esa silueta la conozco, y… “¡cómo se mueve!”. Es cuando suena “Yolanda” con la voz de Pablo Milanés, y le sucede “Luna de Margarita”. No puede ser otra, es ella, la he recuperado. Con un grito y al mismo tiempo poniendo una voz de susurro, le pregunto a la negrita más hermosa del mundo que si se llama Edelmira. “Sí, mi amor.  Para ti me puedo llamar como quieras. Pero es verdad, mi nombre real no resulta otro que el de la Edelmira que ha bajado a través de un rayo de luna, a este malecón del amor”.  Ante esta situación, flipo intensamente. La tomo de la mano, nos tumbamos juntos sobre la arena, si bien cuando más se aproximan nuestros cuerpos, salta una ola gigante que me despierta del ensimismamiento, y es el momento en que e encuentro en el suelo, debajo de la cama del hotel donde nos hospedamos. En ese momento llega Jimena y me halla desnudo y gritando eso de “Edelmiraaaaa, ven a mi; no te vayas, que lo de Copacabana lo dejaremos para mañana. Ven, mi amor, que no puedo vivir sin ti”. “Ya vale  -responde Jimena-, iremos mañana, pero no quiero saber nada de esa Edelmira ni en sueños. Por cierto, ¿cómo se llamaba esa caribeña que conociste hace veinte años en esta isla?” Mi respuesta es clara, pero me contengo.

MANUEL ESPAÑOL 

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