Estamos
en un hotel clásico del Toulouse de los
grandes artistas, muy cerquita del Capitol. Leonardo Diego se observa con
atención en el gran espejo ubicado en
el salón de la suite donde se aloja. Parece que la imagen
reflejada al otro lado, no le agrada en demasía. Acerca el rostro y comienza
a ver pasar como un espectador con apariencia de casi resignado, en primera
persona, la caída de las hojas del calendario con las imágenes de su vida. Parece que quisiera detener el reloj que
avanza implacablemente marcando las horas. "¡Que viejo te estas haciendo
Leo", se dice a si mismo articulando a la vez una sonrisa maliciosa
cargada de ironía. El mismo sentencia que
"hay que seguir adelante, el conformismo y la resignación no son buenos consejeros. La ilusión y las inquietudes deben permanecer siempre como fuentes
vitales". La realidad es que la viveza de su mirada denota un ánimo muy especial del amor a la existencia por parte de un
hombre tenaz, genial, de un pianista de las mas altas dimensiones que hace 55 años dio su primer concierto como profesional y virtuoso, en
un debut que tuvo lugar donde mañana se retirará oficialmente de los grandes conciertos, si bien aun habrá excepciones cargadas de necesidad interna. Nacido en
Zaragoza y asentado en Madrid, la música ha sido quizás la razón principal de su existencia, desde edad bien temprana.
Como todo un excepcional del arte, Leonardo es un hombre sensible, y duda, está a punto de hacer explotar sus emociones, pero hace un titánico esfuerzo y sabe mantenerse con la entereza que
requieren las grandes momentos para no dejarse arrastrar. Difícil, pero no imposible en un personaje de su dimensión. Son las 5 de la tarde, y una hora después quiere hacer un acto de sentimientos profundos en el
escenario en el que necesita enclaustrarse consigo mismo. Si, a la fase
vital de "recordar es vivir",
siente que ya le ha llegado el momento. Cree que hay que saber retirarse a tiempo, pero también compartir conocimientos con sus discípulos, y dejar posos magistrales de la categoría atesorada. Le espera el gran salón, con las butacas vacías y ante un piano de cola
como única y de momento silenciosa
compañía. Por lo menos eso es lo que
le han dicho, si bien en el arte se dan muchas improvisaciones Se acerca la
hora del adiós y el pianista pone a todo
volumen en su alojamiento el Segundo Concierto para Piano, de Mozart. La suite
se ve invadida por el espíritu del genio de Salzburgo,
aunque quien acaricia las teclas es el músico español a través de una de sus grabaciones. Él se queda en silencio, sin articular palabra; su imaginación le eleva hacia la cima de las mas increíbles notas del pentagrama, y sus sentimientos ascienden
hasta cotas tan solo alcanzables por los mayormente virtuosos.
A los
pocos minutos, unos golpes en la puerta le sacan con brusquedad de su
ensimismamiento. Es el representante del teatro, quien le avisa que el momento
de partir hacia su lluvia de recuerdos, ha llegado. Los dos sonríen y Leonardo se pone su gabán y le ofrece el paso a François Clemenceau. Antes de cruzar la puerta de actores, en el
trayecto deciden pasar por la plaza Saint Sernaint, el puente de los Catalanes
sobre el rio Garona y también por la Rue de Trois
Pilliers, donde se halla un acordeonista viejo amigo, quien a modo de saludo le
recibe con unos acordes de Chopin, cargados de ensueño. Se dan un fuerte abrazo y Diego, tras unas palabras
llenas de afecto, le regala dos entradas para la gala del día siguiente.
Hay que acelerar el paso para llegar
puntualmente a la sala del Capitol y allí desatar emociones y dotarles de vida del pasado. Mr.
Clemenceau le dice al concertista que puede disponer sin limite del tiempo de
su estancia en el escenario para quedarse tan solo consigo mismo y sus
pensamientos, que no dejarán de ser fuentes de inspiración. La única persona que quedara cerca
de él es Jacques, un técnico de sonido y de luces, presto a resolver cualquier
problema que pudiera presentarse, y que igualmente se halla preparado para las
funciones de amable asistente personal.
Llegan a
un escenario capaz de impresionar a cualquiera gracias a sus dimensiones y
calidad acústica. Un gran foco ilumina
el piano de cola del concierto. Leonardo
acaricia ligera y armoniosamente el teclado, y del fondo del patio de butacas
suena un fortísimo y espontáneo aplauso, y tres veces la exclamación de "¡bravo!". Se encienden
vivamente las luces de la sala y se da a conocer el seguidor del concertista.
Se trata de Damián, un español residente en Toulouse desde hace muchos años, contemporáneo del artista y amigo entrañable desde casi la
adolescencia, que a los 20 años entro a trabajar en el
teatro, y poco después, a base de mucha insistencia
consiguió que a Diego le contratasen
como único maestro solista, para un
concierto que le abrió las puertas de la fama y el
reconocimiento de las críticas mas exigentes. Ahora es
un jubilado del propio Capitol, que llegó a alcanzar la categoría de director. En la actualidad ejerce como miembro
permanente del consejo consultivo, y sus criterios marcan pauta y siempre son
tenidos en cuenta.
El caso
es que ambos amigos se reencuentran en el escenario con la fuerza de la luz de
las grandes estrellas que siempre han brillado en los mismos estadios.
"Tres años hace que no nos vemos, y
observo que cada vez estas mas joven", "y a ti te ocurre igual"
se dicen el uno al otro. El pianista se entusiasma ante el momento y no oculta
los ojos de la emocionados. "Ya ves que no puedo quejarme, que la vida me
sonríe y afortunadamente los éxitos no se me han subido a la cabeza. Esta vocación mía es la mas bella del
mundo, me permite soñar y levitar cuando me quedo solo ante el piano, aunque el
patio de butacas este lleno. Pero me veo en la necesidad de tener en cuenta que
a nuestra edad los síntomas de decadencia pueden
presentarse en cualquier momento. No sé, pero eso me da miedo. Quiero
retirarme feliz y contento conmigo mismo, y ahora, mientras sigo marcado por la
ilusión, vivo intensamente, si bien
empiezo a estar acariciado por la nostalgia.
Esta mañana, un periodista me ha
preguntado si de verdad voy a ser capaz de estar sin tocar durante mucho
tiempo, y rotundamente le he dicho que no, que mientras siga teniendo las
facultades exigibles, quisiera dar clases magistrales, y tocar de vez en cuando
en las ciudades y pueblos que me han abierto huellas profundas y que me han
dado todo a cambio de nada. El concierto de mañana, acompañado de la Orquesta Sinfónica de Toulouse va a ser mi
despedida de los grandes recitales a
modo de galas, pero las notas de mi piano seguirán escuchándose en esta ciudad en la que me he sentido tan feliz en
una época de mi vida que me abrió las puertas de un futuro que deseo cerrar dejando un
resquicio para poder abrirlas a mi voluntad cuando lo sienta preciso, pero sin
los agobios del cumplimiento de los contratos. Ten en cuenta de que el hecho de
que mi mujer Jacqueline sea de esta ciudad, me marca de una manera esencial.
Damián comenta que "debería aprender de tu filosofía, pero ya ves que incluso ahora sigo al pie del cañón, disfrutando de la vida que
la fortuna y la suerte de tener amigos como tu, me ha dado. Fíjate Leo que soy extremeño, que amo a España, pero después de tantos años aquí, con mujer e hijos de esta
tierra, en el fondo igualmente me siento muy francés. Que al termino de la guerra civil, muchos exiliados españoles y sus descendientes nos establecimos aquí y este país nos acogió, si bien a todos no les trató con los mismos
condicionantes".
Una pausa
en la conversación le permite a un Leonardo un
tanto risueño acercarse al piano y
poniendo las manos sobre las teclas surge una música muy alegre
correspondiente a la "Fiesta Parisién", de Offenbach.
Clemanceau, Jacques y Damián dan tímidos pasos de cancán, mientras el pianista baila
gestualmente. Aplausos y brindis con champán Don Perignon.
Entre
sonrisas suena una voz: "Apaguen luces". En el patio de butacas tan solo queda la iluminación un tanto tenue que ofrece la visión de un local
hermoso y de autentico impacto. La luminosidad del escenario se reduce
hasta quedar tan solo los efectos de un potente cañón que se limita al piano y su silla, así como una butaca de descanso destinada a Leonardo Diego,
enfrentado a su propia soledad. ¿Soledad total? No. "Damián, no te vayas, quédate y ayúdame a vivir de nuevo esos recuerdos tan hermosos que hemos
compartido". Jacques, en su calidad de asistente y admirador de Leo,
detiene la acción y coloca otra butaca
encarada para Damián, con mesita en medio. El cañón de luz se extiende milimétricamente hasta el invitado
del pianista. Mientras, suenan tímidamente y por espacio de un
minuto, los acordes alegres de la estudiantina de la Facultad de Filología Hispánica. "Por unos momentos
-dice Leonardo acercándose al piano- me he sentido transportado hacia una hermosa época de bríos juveniles, en la que conocí a mi mujer, de la que ya me había enamorado platónicamente. Y así seguimos sin freno alguno, hasta ahora. No tengo mejor
representante que ella, que es la mejor consejera y a la que siempre le hago un
caso de ciego convencimiento. Se da el caso de que yo también formé parte de una tuna muy
particular con un grupo de amigos hispanos y franceses. Teníamos cada uno diferentes preferencias musicales, pero nos
poníamos de acuerdo para rondar a
las chicas en nuestros paseos conquistadores..”
Interrumpe
Damián a su amigo, al que le
comenta que “entonces eras un guaperas y un
picarón impaciente típico español. Te ha faltado decir que si
formaste el grupo fue solo para conquistar a esa mujer tuya, dulce, de ojos
grandes y azules, cargada además de inteligencia, bondad y
simpatía. Hasta el pinta de tu primo
Manolo la pretendía, pero ella se fijó en ti y surgió el flechazo certero por parte
de ella. Tuvisteis suerte y pronto se juntaron vuestras manos”. “Y surgió el amor eterno, en esta a la que considero la ciudad de
los enamorados” puntualiza Leonardo. “Un día –precisa el pianista- le revelé que para conseguir algunos
francos extras, tocaba y hasta cantaba algunas noches en un céntrico piano bar. De inmediato me pidió que le llevase, y a mi me dio vergüenza, si bien tanto insistió ella, que allá fuimos. Así que en un aparte le dije que
iba hacer una interpretación muy especial para ella, que
Jacqueline se transformaría en Ingrid Bergman y yo el
Humphrey Bogart. De esta manera lo expliqué al público y surgió una voz: “tócala, tócala Sam. Es tiempo pasado”. Risas distendidas y aplausos
dieron paso a “Casablanca”. Y allí, ante los espectadores, surgió nuestro primer beso apasionado, sin nada de pudor ni
timidez. Un amigo que allí estaba, dijo que me levantase
del asiento y que sacase a bailar a esta mujer encantadora,
y tocó el Himno al Amor. No podía ser otro tema, que bien que estábamos en Toulouse…” ¿Serías ahora capaz de tocar y
cantar de nuevo aquello para que podamos recordar?”, apunta Damián. “Pues claro que sí, contesta Leo. “Rejuvenezcamos unos cuantos años, que son recuerdos que dan
alegría”. Se siento ante el piano, si bien necesita algo más de luz”. “¿Así?” musita Jacques. Pero de inmediato se escucha la voz
Monsieur Clemanceau de “¡Nooo, que se ilumine todo el
escenario. Y además pones en acción las estrellas!” Leo se asusta, pero al
momento y con cara de circunstancias acepta. Tras las bambalinas entra
Jacqueline, se dan un beso con mucha ternura, y ella le pregunta con un acento
mimoso: ¿Pero no vas a tocar para tu
mujer?” Él se sienta al piano y responde: “Que me perdonen Edith Piaff e Ives Montand”. Mientras, la luz general languidece y el cañón ilumina tan solo a los amantes envueltos en una atmósfera más romántica que nunca.
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