El río Ebro, a su paso por Zaragoza. Foto: M.E.
Hoy el día es gélido y la niebla resulta muy
espesa. Hace una mañana de perros salvajes y
agresivos, y no sé por qué, pero me siento feliz. Mi primer recuerdo es hacia
Biescas, pueblo bañado por el río Gallego, en el que
he echado las raíces mas profundas e
imborrables, que me hacen incluso pensar que formo parte del paisaje, porque
allí me siento el hombre mas feliz
del mudo. Pero estoy en Zaragoza y he salido de mi domicilio con cierta cara de
guasa, dispuesto a poner a prueba mi sentido del humor. ¿Acaso cometo un delito? Veo a la gente por la calle con
caras de pocos amigos, con conductores demasiado nerviosos que contaminan con
sus improperios y abusan de sus bocinas. Voy tranquilamente por la acera y
ensimismado con mis elucubraciones
mentales, un ciclista me sortea casi rozándome, al mismo tiempo que
debo oír eso de “¿dónde tiene usted los ojos?”. Afortunadamente no soy ciego, que de haber sido así, ese cafre sobre dos ruedas hubiese herido los
sentimientos de un supuesto invidente, como si de una burla se tratase. Al
minuto, un coche que circula por la calzada está a punto de atropellar a otro
ciclista, esta vez prudente, y menos mal que ha tenido una rapidez de reflejos
por encima de lo normal, que le ha permitido salvarse de un accidente. Así que me indigno. Afortunadamente mi “Pepito Grillo”, que siempre está a punto, me dice que en la vida hay que ser tolerante
e ir siempre asomando una sonrisa. Que el problema está a veces en la falta de educación y en la escasa capacidad de algunos para controlar sus
nervios. Casi me ordena que no caiga en
las vulgaridades de los insultos que se me pasan por la cabeza y que ahora no
me atrevo a describir. Así que prefiero acordarme de
aquellos tiempos con reminiscencias hippies en los que nuestra consigna era “Paz y amor”. Pues bueno está el día, y me aplico eso de “al mal tiempo buena cara”. Sigo adelante y me encuentro
al amigo Boris Rodríguez, un cantante que deleita
a los viandantes con la canción de Hilario Camacho, “Tristeza de amor”, que lo hace de maravilla y
con tanta dignidad, que no puedo evitar darle una moneda de poco valor, que mañana será otro día y le invitaré a café con madalenas, que tanto le gustan, diría que casi más que a Proust. La canción es encantadoramente hermosa y hace que de mi boca salga
un suspiro amoroso. Sí, a pesar de mis años, casi metido en la “edad respetable” (siempre he sido muy respetable, aunque no del todo), soy
un romántico con espíritu joven e ideas nada rezagadas, o así es como me considero a día de hoy, a la espera de no
dar ya ningún paso atrás.
Y de
nuevo envuelto en la niebla zaragozana y a bajo cero grados, a pesar de toda
una vida con altibajos, pero también con momentos de esplendor,
digo que la existencia (aunque la nuestra no deja de ser de transición a un no sé a donde) resulta bella. Me
acerco hacia el Ebro, en paralelo por el río Huerva, y en el trayecto me
asaltan más de mil pensamientos a la vez
que provocan mi desenfado y no sé cual es el motivo, pero que
me dan hasta risa. No va mal la jornada, y vuelvo a ser el hombre feliz cargado
de ilusiones y agradecido hacia un pasado en el que se han redactado las bases
de un futuro que no sabemos en que manera llegara.
“¡Ay que loco estás, Gabino!”, me digo a mi mismo. Bueno,
no mucho, lo justo para no ser un amargado en un sistema deshumanizado. Dejo el
Camino Las Torres, cruzo el parque de la ribera derecha del Ebro, diviso un
puentecillo casi de medio arco, y por fin estoy en la desembocadura del Huerva.
¡Como se me agolpan los recuerdos! Mi vida ha estado y estará marcada por los ríos de mi existencia inquieta,
a veces pacífica, en ocasiones también alocada, que reconozco tener igualmente ciertos aires
bipolares y hasta surrealistas. Así en este discurrir meditabundo
y cambiante. Pero al cabo del rato, ¿qué veo? Ya he llegado al punto de confluencia, entre dos
aguas, y un tipo bien abrigado con pelo largo y aires estrafalarios, está a punto de encaramarse al río con ademanes muy extraños. Lo que me faltaba, pensaba hacia mis adentros, ¡un presunto suicida con aires de saltarse la barandilla! “La que me ha caído encima”. Voy raudo hacia él, pero freno mis impulsos
cuando observo que el tipo en cuestión, que había acertado en mis intenciones salvavidas, me hace una señal a fin de que frene, mete mano en una bolsa y saca un megáfono que acerca a su boca, mientras que servidor de usted y
de Cristo bendito, pensaba que “este tío está más pirado que yo”. El buen hombre, que se llama Miguel y que hoy le tengo
entre mis amigos, me dice: “Usted no se marche de donde
está, y escúcheme si hace el favor”. Como no voy mal de tiempo
dado que había salido a la fría naturaleza a meditar banalidades de las mías, asiento amigablemente sin saber de qué va el discurso. Pues no, que no se trata de un discurso.
Al fin habla y con voz grave y pausada me asegura que se trata de un bello
poema que surge de su garganta:
“Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos”.
Miguel me
ha impresionado. Pongo cara de admiración, pero no aplaudo por si un
poema tan serio pensaba que lo tomaba a broma, que en este mundo nunca se sabe
con quien tropieza uno. Y yo que pensaba estar ante un loco con unos grados por
encima de mi, me he dado cuenta de una equivocación. Se trata de un actor
especialmente bueno, divertido y con sentido del humor. Me dice que ha elegido
a Jorge Manrique con sus “Coplas a la muerte de mi padre”, y que la que había recitado había sido en función de su texto que se adaptaba
muy bien al escenario. Rápidamente comienza el tuteo de
una forma muy natural y habitual en este país todavía llamado España. Evidentemente me hallo en
un lugar ideal para expandir la poesía en la naturaleza urbana, que
también la hay.
Seguimos
encima del puentecillo y de repente comienzan a sonar a todo volumen la
canciones de Los Chunguitos. Tratamos de localizar la procedencia de la música. Y nos damos cuenta de que en el subsuelo de nuestros
pies, la arcada alberga a cuatro chabolas, dos a cada lado del afluente.
Vamos
abajo y aparece tras una cortina realizada a base de remiendos, por la que
aparece una pareja de edad medianamente joven
con cuatro churumbeles. “A moverse, niños, id a correr por el parque y calentaros un poco, que aquí hace mucho frío, que yo iré con el pozal a por agua, mientras que la mama se dedicará a preparar el desayuno”. Eso es lo que dice el padre
a sus hijos, tras lo cual agarra a la Remedios por la cintura y mirándole de frente le dice a su pareja: “Anda Remedios, vamos para dentro, a ver si nos juntamos un
poco tu y yo por si si entramos en calor
y…”.
“Ay, Minué, que no, que ya estoy cansada de parir, que lo que tienes
que hacer es echar agua al cubo para que yo pueda cocinar algo en el puchero,
que los chiquitines tienen hambre. Ayayay… para, Minué, que no puedo resistírmele. Piensa en lo que vas a
hacer, que con seis en la casa ya no podemos comer…. Vaaaaaaaaaaleee. Me rindoooooo”, dice de forma lánguida esta última frase la Reme hasta callar por completo, para dar
paso a la voz de su hombre: “Sí, sí, en echar agua al pozal estoy
pensando…”, Así, sin aparentemente darse cuenta de nuestra presencia, se
cierra la cortina de nuevo y la pareja queda sin testigos oculares.
Mientras
tanto, unos metros más allá, los churumbeles siguen en poder del radiocasete que esta
vez hace asomar una rumba imparable. Sigue la niebla y la temperatura es de 2
bajo cero. Ellos también se calientan a su manera,
eso sí, teniendo a Miguel y a mi
como espectadores de su arte. Son tres peques encantadores y una niña muy graciosa, que llevan el ritmo y la voz en la sangre.
Nos acercamos, aplaudimos, y nos preguntan si han gustado. Además que ellos lo hacen muy bien, pensamos en que hay que
animarles, que si no disponen de auxiliadores que les ayuden de verdad, el
canto y el baile atemperan los efectos de las bajas temperaturas, aún más agravadas por la humedad. A
todo esto, sus progenitores con gesto relajado, poco después abren la cortina, que no está insonorizada y se escucha la voz de Remedios: “Niños, que hoy toca desayunar,
que tenemos un cartón de leche y unos mendrugos de
pan que sobraron de anoche. Que no quiero que mis chiquitines pasen hambre”. El caso es que ella se da cuenta de nuestra presencia y
le dice al marido: “Mira, Manué, que han venido a vernos unos señores muy elegantes. Y a ustedes, señores, ¿les han molestado los
chiquillos?” Nuestra sonrisa es evidente,
y casi al unísono le decimos lo mismo: “Tienen ustedes unos hijos encantadores”, y Miguel, para no quedase corto en los elogios, señala que “cantan y bailan muy bien. Y
son de simpáticos….”. “Son nuestros tesoros, tanto que mi Manué o Minué ocomo se diga,como servidora,
puede que aún tengamos más. ¿Verdad Manué?, dice la Reme a su marido, quien inmediatamente le responde: “Lo que tu quieras, mi vida”. “Anda, tunantillo de mi alma”, suelta ella con una carcajada.
“Mama, tenemos hambre y queremos comer”, dice el pequeño con el gesto triste. Miguel,
que desde casi el principio me ha parecido un buen tío, abre una bolsa
que contenía la compra de la comida de su
casa, saca un queso, dos latas de sardinas escabechadas, un paquete grande de
galletas, un chorizo ibérico y una maza de jamón, así como un paquete de pan de
molde. “Esto era –asegura él- para que una tía mía se lo llevase al pueblo esta
tarde, pero como me acaba de avisar por el móvil que no iba a venir hasta
el mes que viene, y llevo mucho peso a cuestas, prefiero que se lo queden
ustedes y que lo aprovechen, si es que no les parece mal”. Manuel, que hasta el momento había permanecido casi callado, muy cortés él, asegura mirándonos con cara de comprensión, que “si es por aligerarles un poco el peso, nos lo quedamos.
Vamos, que un favor se le hace a cualquiera, y aunque humildes, somos gente de
orden. Pero pasen, por favor, que aunque pobres, quisiéramos recibirles en nuestra chabola”. Y antes de terminar esta frase, la Reme le da una patada
en el tobillo derecho al Manué, tomando así de nuevo las riendas de la conversación: “Ay qué cosas tiene mi marido, que lo dice de corazón, pero a mi no me hace gracia alguna. Pero cómo vamos a recibir a ustedes que son tan dignos en un cubículo que no tiene paredes, que tan sólo telas de colchón reforzadas con cartones nos
separan del piso de al lado. Además está todo revuelto y sin limpiar. Otro día lo adecentaremos y les invitaremos a merendar”. “No se preocupen, que seremos
nosotros quienes traigamos la merienda”, les digo para salir del
paso. “Bueno, pues tráiganla, pero en silencio, que si no se apuntarán nuestros vecinos y nos quedaremos sin nada”, dice la anfitriona en tono casi confidencial.
Mientras,
la curiosidad me corroe. ¿Cuánta hambre pasará esta gente?, ¿tendrán algo para llevarse a la boca
todos los días? El caso es que ellos son
orgullosos y casi adivinan el pensamiento. “Pues no crean, que aquí la vida es dura, y si bien carecemos de comodidades –comenta Remedios- no nos falta la comida, que bien cerca
tenemos los peces y hermosos patos, y como a las puertas de casa disponemos de
dos ríos, el agua tampoco es mala
para guisar y nos lavarnos un poco calientes. Lo único que eso de dormir sobre
ropajes viejos a modo de colchón y en la tierra, no resulta
muy bien llevadero. A la hora de dormir nos juntamos los seis y nos damos
calorcillo los unos a los otros”. Así que a la despedida, ella nos da un par de besos, y el Manué, para no ser menos, otros dos. Nosotros, para terminar,
plantamos nuestros ósculos en cada uno de los
cuatro niños. Nos volvemos de espaldas y
cuando ya estábamos algo alejados, una voz
nos dice a todo gritar: “¡Adiós, amigos, hasta la próxima merienda!”. “¿Habrá que volver?”, nos preguntamos.
Ni Miguel
ni yo habíamos sospechado cómo iba a transcurrir esta mañana atípica, entre un loco surrealista y un poeta generoso, e
igualmente algo loquillo. Así que había que celebrar nuestra nueva y ya consolidada amistad, con
una convivencia corta en el tiempo, pero muy intensa en afectos. Intuitivamente
y a la vez y pensando en un buen café con leche y un bocadillo para
entrar en calor, nos echamos manos a los bolsillos y estaban más pelados que una bola de billar. Particularmente no le había podido dar la propina acostumbrada al cantante Boris, y
Miguel había gastado todo su dinero en la
comida que tan generosamente había donado a la familia del
puente de la desembocadura. Como nuestras viviendas caían un tanto lejos de donde estábamos, no podíamos reponer fácilmente, con lo que el afán de celebrar esa amistad ya
tan fuerte se iba diluyendo en una especie de frustración. No sé cómo, relativamente cerca de donde estábamos, recordé el bar que tiene Jorge con
una barra de las que impactan. Sabía que Jorge nos trataría muy bien, y él, tan buena persona como es
sin abandonar sus dosis cargadas de picardía, igual era capaz de fiar. Así que llegados a su establecimiento: “Gabino, qué alegría verte. La de años que hace que no venías a esta casa, que bien sabes que te trato muy bien”. A mi me dio la risa enseguida y casi no llego a
presentarle a “Miguel, mi amigo del alma
desde el principio de esta mañana”. A Jorge también la da por reír: “Tu siempre tan bromista”, me dice. Y al infeliz de él no se le ocurre otra cosa
que recordarme la cantidad de partidos de tenis que jugábamos el uno contra el otro en las pistas del Centro Natación Helios. Eso me viene genial para soltar una carcajada muy
maliciosa: “Ay tío, que no puedo más, que tenías muy mal perder. Que cuando te creías estar en buena forma o notabas que yo había tenido una noche de vino y rosas, me desafiabas a
jugarnos una ración doble de gambas a la
plancha. Qué cabritillo eras, que si veías disminuir tus fuerzas ante mi ventaja en el marcador,
siempre me decías con guasa pero igualmente
en serio: ¿y si lo dejamos en sardinas?.
Ganaba, y como mucho pagabas un porrón de cerveza con gaseosa.
Venga, ahí te quiero ver ahora, invita
tu que eres el acaudalado poseedor de esta barra tan especialmente puesta”. “Pero es que tu siempre me
ganas en el tenis y en la labia, amigazo. Venga, dame un abrazo, y tomad lo que
queráis, que invita la casa”, termina diciendo Jorge. El caso es que salimos de ahí cargados con unos kilos de más y bastante contentos,
que a Miguel le había dado por declamar poesía bufa, mientras que este
cuentista de ustedes soltaba unas fábulas divertidas, que no había quien me creyese. Mientras tanto, los parroquianos casi
no podían más de la risa, y tomaban una ronda tras otra, lo que hacía que Jorge fuese equilibrando el presupuesto comercial. ¡Qué figura!, que además aún nos despedía con un cariñoso “volved cuando queráis, que bien sabéis ya que aquí os trato muy bien”.
Ya de
nuevo en la calle, dispuestos a volver a nuestras casas, antes de despedirnos
provisionalmente, le pregunto a Miguel: “Y si formamos pareja artística?”. “Todo se andará” me respondió raudo y veloz mi nuevo amigo. No sé si nos haremos de oro, pero seguro que nos divertiremos
mucho.
MANUEL ESPAÑOL
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