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HORA BRUJA / A TIROS Y CON OLOR A GÜISQUI


No sé qué me ocurre. Llevo dos meses con la espada de Damocles encima de mi cabeza, y eso que desde el primer día que la sentí no he parado de ir a toda velocidad con el impulso de mis piernas para ver si desestabilizo al mencionado artefacto amenazante y se va de una vez lejos de mi presencia. Estoy muy cansado. Quiero recuperar y hacer trabajar al loco surrealista y pasearle por Nueva York y las cataratas del Niágara, y no se me ocurre nada. ¿Cómo se me va a ocurrir con semejante peso sobre el bolo? En este momento me hallo en un velador cualquiera en una tarde  espléndida, tomando una cervecita acompañada de unas patatas bravas, a ver si me animo, y ahí le tengo, encima de mi cabecita loca. Y no se mueve la puñetera. ¡A ver si se la lleva un rayo bienintencionado, que me molesta!, que algo de yuyu si que me da; bueno, que algo no, bastante. Me acuerdo de mi amigo Ángel, que fue campeón de Europa de tiro de precisión, a ver si viene y me la quita de un disparo certero, pero su teléfono se halla fuera de cobertura. Y ya, con un poco de incredulidad por mi parte, apelo al espíritu de Guillermo Tell, héroe de la independencia de Suiza, y en tal momento siento un chasquido resultante de un choque que marca el alejamiento de la espada. Ya sin más armas que mi sonrisa y con un grito exultante, no tengo otra cosas que decir: “Adiós, señor Damocles, hasta dentro de muchos años; gracias, amigo Guillermo”.  Por fin vuelvo a ser ese loco surrealista sin malas intenciones
En la terraza del local donde me encuentro, suena un acordeonista que me hace recordar viejas melodías con cierto aire americano: “New York New York”, “May way”…  Y ya libre de pesadumbre comienzo a tararear canciones tan bellas y evocadoras. El acordeonista me llama y me dice que le acompañe, y uno que a veces no se queda corto, le acompaña con sus evocaciones a Nueva York. Y mi mente comienza a soñar, una práctica maravillosa que me hace sentir más feliz, y recuerda ese viaje mágico de hace ya unos cuantos años, de cuando Reagan estaba en la Casa Blanca, que nos hizo disfrutar por la Costa Este de Estados Unidos y el sur de Canadá. No, que no era Reagan el que nos hacía pasarlo bien, que eso es algo que deseo aclarar. No sean mal pensados.
La verdad sea dicha, es que en un principio me negaba a hacer ese viaje, que no quería ir a América. Intentaron convencerme con que no iría a nado. Sí, sí, que mucha guasita se llevaban conmigo, y yo cada vez más empecinado. Me “vendían la moto” en el sentido de que en la ciudad de los rascacielos iríamos una noche a la ópera, y les dije que solo iría a ver la ópera de los hermanos Marx. Me dijeron que había entradas para ver a Woody Allen en concierto y en directo, y como eso ya me hizo más gracia, tomé la palabra y acepté con la condición de que me iríamos a tomar una copa y a escuchar jazz auténtico en Greenwich Village.
Y a cruzar el charco en avión, con escala en la base canadiense de Gander. A las pocas horas de llegar a la Gran Manzana ya estaba loco, algo que no es de extrañar, y más alojándonos la parte céntrica de la Quinta Avenida, no lejos de Brodway. Pata meterme en ambiente me coloqué una gorra de beisbol que me hicieron quitar inmediatamente. “Cateto, más que cateto”, es lo que me tuve que oír ide entrada. “¿No pretenderás ir así a la ópera?”. Saca traje, vístete de nuevo, y al Metropolitan. En la gran sala (allí todo es grande, aunque no todo grandioso) cantaban primeras figuras mundiales esa fantástica “Norma” de Bellini, que a mi me encanta, y que me hacía una gran ilusión, especialmente por el aria “Casta Diva” y que ya tarareaba hacia mis adentros, si bien se me escapaba algún gallo que otro. Pero no, mi gozo en un pozo, que luego me aclararon que los pases nuestros eran para el auditorio al aire libre, enorme, y que era gratis. Así que trajeado  y sudando, que no he dicho que era verano, también disfruté lo mío.
Espero volver algún día a N.Y., que la verdad sea dicha me pareció una ciudad impresionante y vanguardista, en la que aún pude disfrutar de la visión real de las Torres Gemelas. Pero como uno es un poco cabezota con sus planteamientos iniciales, me cabreé bastante cuando me dijeron que el cioncierto de Woody se había suspendido. Pero mi corta estancia estaba marcada también por esas ganas de metro y jazz. Me informaron que el metro era muy peligroso, que anduviera con mucho cuidado. Y ese sentimiento por la fruta semiprohibida me hacía estar cada vez más impaciente y con ganas. De entrada me quedé con la boca abierta al acceder a la Estación Central. Una vez acomodados en el tren con el asesoramiento de un guía local, me dediqué a no perder detalle de cuanto acontecía y veía. Ya estábamos a punto de llegar a Greenwich Village, cuando este entonces aprendiz aventajado de loco surrealista escuchaba unos ¡aaayyyyssss! tremebundos y veía gente que corría y se agolpaba muy cerca de mi posición. Sí, había presenciado una de esas cuchilladas que tanto dicen que abundan en ese entorno. Los de mi grupo tenían cara de pánico, pero no quitaban ojo, y yo que me creía un ávido periodista no se me ocurrió otra cosa que ponerme de pie sobre uno de los asientos para ver mejor, eso sí, bien agarrado, que el metro, lejos de detenerse aceleró la velocidad mientras no paraban de pasar policías con porra y pistola en mano, hasta que detuvieron al agresor. Vamos, igual que en las películas, pero tan real que aún lo recuerdo con todo detalle. Y no crean que esto es broma ni que se trata de mi imaginación tan calenturienta. Tan real como la vida misma.
Ya de vuelta hacia la estación deseada, apareció un barrio marcado por las luces bohemias, por un paisaje bohemio y unos tipos bohemios. Un lugar donde no era difícil ver a Bob Dylan, Bárbara Streisand, Peter  Paul and Mary… Era lo que había soñado, visto en el cine y en las fotografías. Ahora creo que vive por ahí mi adorada Nikole Kidman. Era uno de los colofones de una noche inolvidable en un café cargado del mejor jazz, un lugar para mover los pies sin parar, que olía a güisqui y tabaco rubio.

MANUEL ESPAÑOL 

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