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HORA BRUJA / SOÑAR ANTE LA LUNA EN LA HABANA VIEJA


Sonaba la música, los cuerpos bien apretados y las mejillas de ambos muy juntas. No había huecos entre nosotros, nuestros pies se movían sin casi despegarse del suelo, mientras una débil bombilla roja nos iluminaba. ¿O eran dos? Tan sólo la guapa mulata cubana Elmira y yo estábamos en la pista de baile mientras sonaba la voz de Simón Díaz con su “Luna de margarita” convertida en un destello dulce de fuego y brasa muy viva, como el más increíble susurro habanero. Estábamos en la zona central de una sala de fiestas tranquila, casi clandestina, aunque muy cerca del romántico malecón donde a la luz de las estrellas, las parejas se besan y acarician, y yo era el hombre más feliz del mundo. Era hermoso sentirse cubano en Cuba y a mí la isla me prendó. A Elmira la conocí hace muchísimos años en pleno vuelo que hicimos juntos de Madrid a La Habana, con escala en Gander (Canadá). Mujer muy esbelta, guapa, decidida, culta y simpática, regresaba a su país a encontrarse de nuevo con un novio que había dejado seis meses atrás. Entonces yo era muy tímido (ahora no tanto, pero también) y al coincidir en los asientos fue ella la que inició la conversación. Le dije que era periodista y que viajaba para encontrarme con unos amigos que ya estaban en Cienfuegos desde hacía una semana y que en tres días iban a llegar a La Habana a fin de continuar viaje todos juntos. Le pregunté con cara de pena qué podía hacer un hombre solo y joven durante dos jornadas en la capital. A ella se le iluminaron los ojos y pronto me contestó eso de “¡Ay mi amor… Tu no estarás solo si quieres que te acompañe”. Y ante tal proposición, como no me salían las palabras  causa de una improvisada tartamudez, aunque soy de acción directa, por supuesto que no dudé ni una décima de segundo en pasarle mi brazo sobre los hombros y ella inclinó su cabeza sobre mi. Cerré los ojos y me dediqué a soñar bellos momentos con la persona que estaba a mi lado y hasta canté mentalmente “Gracias a la vida”. Así pasaron unos minutos intensamente dulces hasta que de repente pensé en el novio ese y me imaginé a un recio gigante, “que como esté en el aeropuerto esperándola…”, por lo que salí de mi ensimismamiento y me di cuenta que ella sí dormía, quizás pensando en… no sé qué historias. El caso es que no quería despertarla pero empecé a toser, nerviosamente, a producir sonidos guturales, y así cuando parecía moverse le pregunté si dormía: “No, mi corazón. Tan sólo estaba pensando en ti”. Al final me confesó que el muchacho o “boy” o como se diga, iba a tardar cuatro días en reunirse con ella, ya que trabajaba en Varadero. Me confesó  que le hacía mucha ilusión pasear conmigo y llevarme a conocer La Habana más auténtica, de la que disfrutan los cubanos. Poco a poco llegaron los arrumacos con una fuerza volcánica. Me sentí tan feliz que el mundo me parecía más celeste que terrenal. Estábamos en pleno vuelo y yo tan contento, cuando la “love story” se vio interrumpida por la presencia de una azafata que amablemente me ofrecía un mojito, y yo me tomé uno tras otro. ¡Qué delicia de viaje! Elmira reía sin parar dejando ver sus dientes blancos y era ella la que me pasaba la mano por el cuello en un ademán de cercanía. Así hasta que el capitán anunció que estábamos ya a punto de tomar tierra en el aeropuerto José Martí. Era una hora temprana cuando llegamos a La Habana, ella me acompañó hasta el hotel en el que me dejó antes de ir a su casa, y un par de horas o tres después volvió a recogerme para comenzar el paseo habanero por la parte vieja: La Bodeguita del Medio, café muy especial en el que se inspiraba frecuentemente Hemingway, así como el Café Zaragoza, que estaba a muy pocos pasos, el Capitolio, la Giraldilla… todo ello con un sabor muy especial y con unas gentes que destilaban generosidad, cariño y simpatía. Tras cenar en un restaurante muy del pueblo, y con unos excelentes sabores, salimos tomados de la mano y ella me susurró: “Y ahora, para acabar la noche, mi amor, te voy a llevar a un local muy especial: la boîte de Uan, donde se enamoraron mis padres. Es un sitio modesto pero con buena música para enamorados”. Sí, allí sonaba “Luna de margarita”, “Yolanda”, “Siboney”, mientras Elmira y yo bailamos muy apretados, con las mejillas juntas, casi sin mover los pies. Aquello fue como un sueño difícil de despertar. Ha pasado mucho tiempo, han caído muchas hojas del calendario y todavía no se lo he contado a Jimena. Si lo hago verbalmente se me trabará la lengua y no me creerá, si se lo doy a leer, al final me dirá eso de “fantasma cuántas mentiras cuentas en tus relatos. ¿Y qué pasó después del baile?”. Y yo le contestaré: “lo que dé de sí tu imaginación”.

MANUEL ESPAÑOL

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