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HORA BRUJA / EL TIRO POR LA CULATA


Si algo admiro especialmente en mis semejantes, es en relación con su grado de sentido del humor. Aquellos que no lo poseen tienen por delante el camino muy negro y amargado. El humor es un recurso necesariamente vital para saber dar, siempre que sea preciso, una sonrisa a la vida. ¿Y tomar el pelo? Eso está muy bien, pero para reírse de los demás, hay que empezar por saber reírse de sí mismo, que el caso contrario no sólo es trampa, sino una reacción detestable. Que sí, que el humor es lo más serio que hay, una medicina para el espíritu y para activar ese cerebro que teóricamente llevamos en el interior de nuestra cabeza, una parte del cuerpo que algunos la portan sobre los hombros para terminar su figura en algo. No, que no me refiero a los políticos que dicen representarnos, ni a economistas que juegan a la bolsa como descerebrados, ni a fondistas monetarios que niegan el pan y la sal a quienes lo necesitan para ellos comerse algún pastelillo. Hace unos años tuve la fortuna de entrevistar a nuestro premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela, quien por cierto, había sido senador por designación digital, y uno de los “padres” de la actual Constitución Española. Recuerdo que le pregunté por el sentido del humor de los políticos, y me dijo que carecían del mismo, y textualmente expresó que “están por debajo del pueblo español, y si me apura, le diré que por debajo de la ganadería española”. Don Camilo, que entre otras muchas anécdotas me contó la del cipote de Archidona, sí que sabía reírse de sí mismo, de sus aciertos y de sus desaciertos.


Menos mal que trato de ser un fiel seguidor de la teoría vital del humor, que si no fuese así lo iba a pasar muy mal, que de esta manera me ha ido en diferentes etapas de mi vida. A pesar de lo que me ha tocado lamentar, siempre me ha gustado reír, que era y es el mejor remedio para mis penas, y ahora, que he sobrepasado muy poco más que ligeramente la edad media, más lo necesito. El humor me ha dado confianza en mí mismo, con el tiempo me ha hecho perder la vergüenza, me ha devuelto un espíritu juvenil y mirar hacia adelante con un relativo optimismo. Eso no quiere decir que las cosas me salgan habitualmente bien, que con mucha frecuencia me sale el tiro de la frivolidad por la culata.

Voy a poner un ejemplo, que me sucedió hace poco en una hora punta en el metro de Madrid. El urbano tren estaba atestado de viajeros, y entre ellos se encontraba sentada una joven muy bella y escultural, que portaba minifalda (las piernas espléndidas)  y una blusa que permitía ver generosamente parte de sus redondeces. Y uno, que por encima de todo es fiel en el matrimonio y que a pesar de la edad no ha perdido el buen gusto, me hice ese razonamiento tan manido de que “lo que se han de comer los gusanos, que lo vean los cristianos”. La niña, conocedora del alcance de su exposición, empezó a sonreír y yo a sentirme amedrentado. Entonces me dije: “Ya verás tu, ahora me dirigirá la palabra y yo no sé qué decir ni hacer. Me muero de vergüenza”. Que a mi me gusta hacer el indio, pero sin ninguna intención. Y la otra sí que se me dirigió: “Abuelo, que le cedo el asiento”. La muy ca…….   Así se me fue todo el encantamiento. La chica, de repente, me pareció horriblemente fea, pues con mucha sorna, eso sí, me había hundido en la miseria. Que ni soy abuelo, ni estoy tan viejo. ¿Y dónde estaba entonces mi sentido del humor tan necesario?, ¿me había abandonado? De eso, nada. Cuanto más me acuerdo de la anécdota, más me río. Dicen que la risa beneficia tanto al cuerpo como a la mente. Así que ¡¡¡viva la salud!!!!, que quiero vivir muchos años y me gustan las personas que sonríen.

MANUEL ESPAÑOL

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