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HORA BRUJA / LOS TRENES DE LA VIDA


Mi tío Víctor era el amo del tren. Paraba con su locomotora y carbonera enganchada todos los días a las puertas de mi casa. Tocaba un pitido fuerte con el chiflo, y yo que allí acudía vestido con mi minúsculo pijama. Me cogía en brazos con sus manos llenas de carbón, me ennegrecía como un deshollinador, y entre risas partíamos hacia unas estaciones mágicas que paraban en mundos de ensueño. Aquellos sueños de infancia comenzaron a volverme alegremente loco, y esta locura ha ido en un aumento dosificado y con dosis cambiantes de humor y hasta de formas un tanto surrealistas. 
Nací... no me acuerdo cuando, que de eso ha pasado mucho tiempo; que no, que no me acuerdo nada de ese día en el que asusté tanto a mis padres, que no sabían de verdad lo que se les venía encima, que no era una broma ligera, que la broma, pesada ella, era para el resto del mundo, que se estaba recuperando de los desastres de la segunda guerra mundial. ¡Lo que faltaba!
Con el tiempo, entre otras virtudes y defectos, y más estos últimos, fui desarrollando mis aficiones. Los trenes seguían y siguen siendo parte de mis pasiones; que siempre he sido un apasionado. Me  gustaban especialmente aquellos viejos amasijos de hierro y madera con bancos de tablas de madera y  con sabor a una humanidad envolvente, muy parecidos a los que conducía  en  mis sueños el tío Víctor. Allí, en sus vagones y con la lógica evolución de los tiempos, se han escrito paginas hermosas, historias de amor y de odios, de celos, momentos llenos de chispa.
No estoy de acuerdo cuando  se dice que “cualquier tiempo pasado fue mejor“, porque soy de los que piensa que lo mejor esta todavía por llegar, que el futuro aún hay que escribirlo, que debemos ganarlo día a día, si bien no está de más echar de vez en cuando la vista atrás y recordar los errores cometidos a fin de que no se vuelvan a repetir, si bien  me gustaría volver a vivirlos con toda intensidad en viajes reiterados hacia ese mundo mágico, inocente y feliz que todavía añoro. En el fondo aun me considero un niño que finalmente se ha convertido en un loco surrealista y soñador sin dejar atrás mis esencias a veces un poco extrañas. Ya lo he dicho: soy un niño, y no tan grande.
Gabino, despierta, que tienes que poner a cocer las judías y después tomar e coche e ir a ver a la tía Cuqui... Así que oigo la voz de Jimena, que pone el punto realista a mi existencia, sin dejar de ser una inseparable cómplice y además tolerante, aunque a veces pierda su paciencia, que lo comprendo. Pero no, en esta ocasión no le voy a hacer caso, que es que me niego y me pongo a pensar en esos viejos vagones de Renfe, si, los de tercera clase, en los que todo un mosaico de ocupantes daba color, calor y sabor al ambiente, sin faltar tampoco la alegría y la generosidad entre los ocupantes. Como los desplazamientos se hacían largos debido a la lentitud de los trenes de entonces y yo era un nene con cara de bueno, solían obsequiarme con ricos almuerzos de tortilla de patata, o bocadillos de carne empanada, y a veces me dejaban la bota de vino para que no  me atragantase. Como  la temperatura física era bastante alta, lo que los mayores consideraban correcto para aliviar los efectos del calor era abrir las ventanillas a fin de que penetrase el aire; lo malo es que al entrar en los túneles, la carbonilla procedente de la locomotora se colaba en los vagones, y unos tosían desconsoladamente y otros lloraban al ser invadidos en sus ojos por los malos humos. Por aquella época eso no pasaba en Francia, que ya tenían electrificada su red, pero les faltaba la tortilla y la carne, y ese sabor y olor a humanidad pura y dura, no exenta de pequeñas dosis fétidas. En otras ocasiones te encontrabas que en tercera clase había muchos cazadores acompañados de sus perros y montañeros que iban a hacer escaladas en los Mallos de Riglos,  que hablaban en alto y cantaban sus canciones no comprometidas políticamente, por si acaso aparecía la Guardia Civil, que solía siempre estar muy cerca, y no era cuestión ciscarse con el orden establecido.
Pero los tiempos siguieron avanzando y con otros aires, imparablemente. Que uno ya tenia acceso a los vagones de segunda, más mullidos y con compartimentos de ocho personas cada uno, y aunque seguía entrando la carbonilla, ya era otra cosa. También aquí se escribían historias, se conversaba, pero con cuidado, que los tiempos no estaban para bromas, que en uno de esos apartados, igual podía haber un policía o un adicto chivato, si bien no faltaban sonrisas y humor, ni chicas bonitas, que a veces llevaban las faldas por encima de las rodillas y con las que se intentaba primeramente entablar conversación aunque sin resultados posteriores.
Pero ya he dicho que me gusta el tiempo presente y mirar siempre hacia el futuro. Ahora con los AVE, los desplazamientos son otra cosa, se alcanzan velocidades que a principios del siglo XX hubiesen espantado a toda la población, que entonces se decía que a 30 por hora se le podía salir el corazón loco del cuerpo a cualquiera. Ahora no entran animales en los trenes, bueno sí, unos cuantos que enturbian el ambiente en grado superlativo, se habla poco  o nada entre los pasajeros, si bien se usa y abusa del teléfono móvil, artefacto que dicen está inventado por el diablo, y a través del cual se establecen  conversaciones que no interesan a nadie, de las cuales se entera uno de todo quiera o no. y así se utiliza un tono de voz tan alto, que no le permiten al resto del pasaje centrarse en la lectura, o simplemente posibilitar las conversaciones entre dos personas en tono bajo. Visto y oído en un AVE entre Zaragoza y Madrid: “Hola cariño, estoy pasando por Calatayud. Jajajaja, si, que dicen que aquí esta la Dolores... No, no,no, que los besitos son para ti, que un pesado a mi lado también habla por teléfono. Cuelgo, que alguien de por aquí pone mala cara, que te llamaré luego. Yo también te quiero“. Otra nueva llamada se produce al paso por Guadalajara con un nuevo diálogo para besugos con similares características Luego, diez minutos después se pasa por Alcala de Henares, y aquello ya parece la torre de Babel agravada con los avisos oficiales dichos en español, catalán e ingles. Los ecos continúan ya y por fin entramos en la estación de Atocha. "Mi amor, que ya estoy aquí, que te veo... Te quiero..... ", dice una joven pasajera por teléfono cuando divisa a su novio. Punto final, que ya hemos entrado en Madrid. ¡Que horror, que pesadez de viaje! Y además, sin tortilla de patata¡ Por si fuera poco hay pasajeros que viajan con sus hijos casi bebés, que hacen cacas y pises, que no paran de llorar o gritar sacando de sus adentros esos sonidos fuertes y agudos, capaces de acabar con los nervios de cualquiera, que termina acordándose  de Herodes. Y digo así, aunque me encantan los niños. Afortunadamente en Renfe han tomado nota y ahora disponen de coches no invadidos  por los sonidos telefónicos. Me apunto, pido que mis billetes sean de este tipo. Si por lo menos se  contasen chistes con gracia…
Y como la cosa va de trenes y pasajeros, me adentro en la capital del Reino de don Felipe y doña Letizia y accedo al metro. Me encanta. Te desplazas bajo tierra y pasas a formar parte de una fauna muy variada, llena de olor sabor y hasta de humor. alguna joven con gafas ahumadas y vestida de novia, mozas con las que pretendes ligar y al verte se levantan y te ceden el asiento hundiéndote así en la miseria. Vamos, que en cierta forma, los vagones de metro me recuerdan bastante a aquellos viejos trenes tan llenos de encanto a pesar de los pesares.

MANUEL ESPAÑOL

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