
Sueño, siempre sueño, con el amor, con el éxtasis que produce la felicidad, con los tiempos pasados, con los tiempos venideros, con las pesadillas infernales. ¿Es un delito? No creo, lo que parece es que la realidad me huye y entonces me veo en la necesidad de crear mi propio tiempo, el que imagino, el que deseo en constante búsqueda de una libertad que me hacen sentir de una manera un tanto surrealista. Pero pienso que eso es bonito: jugar con el ayer y proyectarlo hacia el futuro sin huir de los aires presentes que nos anclan a unos momentos a veces muy auténticos, pero que no siempre gustan. Gabino, Manuel, ¿eres feliz?, me pregunto con cierta frecuencia. Hoy me encuentro muy feliz, y no sé por qué, me está dando por pensar en un conjunto de revoltijos que me transportan desde la infancia hasta la madurez, abarcando todas las fases de la vida. Comencemos por retrotraerme a determinados pasajes de mi infancia en Biescas hasta convertirme en el adulto aprendiz de todo, que es lo que soy hoy en día.
El reloj de la torre de El Salvador, de Biescas, da las 8 de la
mañana. Comienzo a abrir los ojos. Bajo la ventana de mi cuarto oigo a un
hombre decir a otro: “La que ha caído. Y encima, con hielo en las calles”. El
Evaristo se ha roto la cadera y una de las vacas de Tomás ha patinado al entrar
en la cuadra y se ha roto los cuernos. Con el frío que hace, lo calenticos que
estaríamos en la cama. Anda, vamos a tomar un carajillo a Ruba, chiqué”. Tengo
12 años, estoy en la habitación “Valle de Broto”, saco la mano derecha fuera y
rápidamente la vuelvo a poner en el interior de la cama. Mi impaciencia tiene
un límite y al final decido ponerme en pie de un brinco, abro el ventano para que
entre la luz, y el pueblo presenta un color blanquecino total. Tras un pequeño
paréntesis, los copos de nieve han vuelto a hacer su aparición, y ¡con qué
fuerza!. Son enormes. Y así estoy durante un buen rato tapado con una manta que
me cubre de arriba abajo, desde los pies hasta la cabeza como si fuese un
fantasma, tan feliz… Hoy no habrá que ir a clase. A ver qué hacen conmigo. Pronto
entrarán en la estancia la abuela, la tía, la otra tía, la otra, y el abuelo, y
me dirán lo mismo: “Arriba, corazón. Vete al baño, vístete pronto y baja a la
cadiera, que tu tío Julián ya ha encendido la hoguera, que ahí estarás más
caliente y desayunarás mejor. Eso sí, bájate bien lavado y peinado”. Así que me
espera un buen café con leche caliente y con un platito de nata acompañado de
unas cañadas (tortas rústicas con azúcar y aceite) que devoro con cara de
felicidad. Hoy no ha venido Basi que tanto me mima, por lo que el chocolate caliente
y humeante quedará para el día siguiente. Vamos, igualico que ahora. Llega mi
tío Sebastián y me dice que cuando termine el desayuno pase con él a la tienda,
y de allí a la trastienda, que habrá que preparar el aceite para la venta. No son
tiempos del líquido elemento embotellado, sino que viene en grandes garrafas
para su venta a granel. Pues sí, dadas las bajas temperaturas, el aceite está
congelado y hay que derretir por métodos un tanto primitivos. Es igual, que
mientras haya buen humor y cariño soy el ser más feliz del mundo en esa tienda
en la que no hago más que revolver, que hasta me hacen la vista gorda para que
pueda sacar clandestinamente de la estantería esos piñones que tanto me gustan,
y las pastillas de café con leche…. Llegan dos clientas mayorcitas, les
pregunto qué desean. “Hablar con alguien responsable” me contestan con una
sonrisa irónica, y yo me cabreo, que seré un nene, pero cuando hay que ser
serio lo intento, que otra cosa es que lo consiga. Bueno, me hago el enfadado y
a las damas las dejo con tía Pura y tía Trini. En un instante, cuando me dirijo
a la puerta, entra la tía Concha, de Ruba. Hace la compra, sale también con un recipiente
de leche y me apresuro a llevársela hasta el bar. Me dice que muy bien, que le
acompañe, que “ahí están tus primos Jesús y Ramón. Vente a jugar con ellos, que
lo pasaréis muy bien”. Cruzamos la calle y en un momento nos plantamos en el
lugar. La calle está con un espesor de poco más de medio metro de nieve y los
chicos de mi edad lanzándose bolas de nieve por los pasillos abiertos. Así que
dejamos los libros y nos lanzamos los tres a la batalla blanca y con algunas
pequeñas dosis de malicia. Una chica me lava la cara bruscamente con dos
puñados del blanco elemento y se echa a correr. Como debe ser, pongo cara de
tonto y de susto, y mis amigos me dicen que me apañe solo en mi venganza. Corro
tras Pilín y cuando estoy a punto de alcanzarle para ahuecarle el vestido a la
altura del cuello y con la nieve preparada, aparecen todas las chicas del
pueblo y acabo perseguido por ellas. Algún día mi venganza será terrible,
aunque dada mi inocencia... Si es que soy tonto… El caso es que acabamos todos,
chicos y chicas, tomando ese chocolate que nos calienta por dentro, que nos
ensucia la cara y que nos prepara para nuevas travesuras con las risas correspondientes
de chicos y grandes. No, no ha habido enfado alguno.
Vuelvo a la tienda. Me paso a la cuadra,
que está enfrente, para calentarme un poco mientras pacen serenamente las doce
vacas de uno de los establos. Vuelvo a la tienda. El abuelo me me dice que ni mis tíos ni mi madre se hallan en casa, y
que hay trabajo. Además están a punto de llegar cuatro mulos con sus muleros de
Aso, y hay que cargarlos con productos de la tienda. No hace falta que me digan
nada, que arranco con rapidez y me voy corriendo a Casa Ruba a darles el
recado. Allí, bien atendidos por Ramón y Lucía (los padres de Jesús y Ramoné) no paran de
reír teniendo por delante unos vasitos de vino y unos callos que comentan saben
a gloria. Les digo que como no me den parte, me chivo. Y como callos, pero de beber
me dan agua, que tampoco estaba mal en aquel momento y que actualmente me
escandalizaría. ¡Qué barbaridad, qué
crimen es ese de ingerir callos
acompañados de agua! Y cuando lo cuento actualmente, el primo Ramón Ruba se me
descuajeringa de risa. Menos mal que este Ramoné , con eso de que soy mayor
(somos mayores) y algo de borrachitos ya tenemos, trata de resarcirme de esos
momentos infantiles tan divertidos de H2O y que en el fondo añoramos. Los
buenos callos han de ser acompañados con vino tinto y si me apura alguien, diré
que no maridan nada mal con un buen cava, como el que pruebo de tiempo en
tiempo en las madrileñas Cuevas de Luis Candelas.
Han pasado ya varias generaciones y la
que representamos aquellos amigos de infancia como Ramón, Teresa María, Pilita,
Ana Mari, Kiko, José, Pepe Luis, Agustín, Ricardo, Paco, Juan, Jorge, Manolé,
Eduardo, los Toñines, Pedro… hemos dejado atrás a personas muy queridas que
siempre permanecerán vivas en nuestro interior, y el caso es que hemos llegado
a primera línea, pletóricos de buen humor y conscientes de que el camino que
nos queda se va acortando. Es igual. Cuando nos juntamos en el pueblo y muchas
de las veces nos reunimos en Casa Ruba, somos las personas más felices del
mundo sin mirar hacia la línea de horizonte. La de tonterías que salen a la
luz, y las que esperamos puedan salir durante muchos años más, aunque sea
salpicados por algunos momentos de inevitable emoción.
Sí, hemos dado un gran salto en el
tiempo, y cuando subo a Biescas no puede faltar la tertulia con Ramón. Si
rozamos la soledad nos situamos en la barra en la zona “El rincón del abuelo”, donde
hablamos de lo divino de lo humano, recordamos que en los tiempos primitivos
del bar-hotel (Casa fundada en 1884) se limitaba con la carpintería de Salvador
Lacasa y en la parte de atrás, en el actual comedor se hallaba ubicado el Cine
Duarsal, donde los domingos veíamos películas y siendo ya un poco más mozos
tratábamos de ligar los chicos con las chicas, aunque ahora que pienso no sé si
eran ellas con nosotros. Aún recuerdo que en ocasiones se hacía teatro en esa
misma sala, y hasta vi a allí Maxi interpretar a un personaje protagonista. ¡Y
qué bien lo hacía! Las sesiones dominicales de la tarde a primera hora, estaban
dedicadas a los menores como nosotros (¡qué desconsideración!) , y dentro se
respiraba un aroma muy humano mezclado con el de las pipas y cacahuetes que
consumíamos mientras atacaba el Séptimo de Caballería, o el malo de turno recibía
su castigo.
Mis raíces, amigo primo Ramón, están en
Biescas intentando juntarse con todas las buenas gentes que desde el día en que
aparecí me abrieron sus casas, sus vidas. Aquí volví a sentirme niño y aquí he
madurado (no sé si del todo). Es mucho lo que debo a esta tierra, es mucho lo
que tengo para recordar de tu familia, de la mía, de las chocolatadas que de
niños nos hacía Lourdes Oliver en Arratiecho, de las frutas robadas y hasta
toleradas, de algunas travesuras que algún día contaré y que ahora no me
atrevo.
MANUEL ESPAÑOL
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