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HORA BRUJA / HISTORIA DE AMOR EN LOS BOSQUES DE VIENA


Todo alrededor de mi cabeza daba vueltas, giraba y giraba, y parecía un carrusel de feria de luces fugaces. Ninguna imagen se me quedaba fija. Me sentía seducido por ¿uno?, ¿dos?, ¿tres?, o miles de torbellinos inquietos y de formas confusas en  fracciones de segundos. Y lloraba y reía casi a la vez, de entusiasmo, hasta que de pronto se hizo la luz y me encontré en un bosque vienés donde los duendes y duendecillas bailaban, daban saltos rítmicos con expresiones embriagadoras y felices, y arrasaban con su magia produciendo bellos encantamientos de amor acompañados del “Cascanueces” de Tchaikovski. No sé si soñaba despierto o dormido o me hallaba en una plenitud imaginativa en la que nada es verdad ni mentira, pero nadie me quitará que en esos momentos, en esas horas o días en los que perdí la noción del tiempo, un gesto, una sonrisa, una mirada, unas voces salidas de fuera de este planeta o de las profundidades de la tierra que me ascendían hacia un mundo fantástico y alegre, no había otra persona más felizmente seducida por la sinrazón. ¿Había pasado de una vida a otra y me hallaba en el Paraíso? No sentía la gravedad y pensaba que estaba en el éter, alejado de cualquier tipo de contaminación. La vida, una vida extraña pero hermosamente preñada de un halo de misterio, invitaba a dejarme llevar con una expresión risueña y plácida por senderos sin definir pero que ayudaban a contemplar estampas creo que imposibles de soñar. Vi mi imagen reflejada en un lago de agua cristalina rodeado un verdor espléndido y de flores de formas caprichosas e inimaginables. Mientras tanto, los más amables y a la vez misteriosos personajes de los bosques de Viena se me habían acercado con sus rostros felices y siguiendo al compás de la música me hacían gestos de saludo, volvían a bailar, seguían con sus ademanes invitadores a unirme de ellos. Estaba entusiasmado y hasta con una sola pierna y la otra cruzada a la altura de la rodilla, me dispuse a flotar en forma de danza por ese éter tan aparentemente irreal que permitía sentirme como nunca me había ocurrido. Dos de las duendecillas me tomaron de las manos y una vez enlazado con el resto de tan fantásticos seres, formamos una cadena muy alegre hasta que tras un recorrido de danza y carreras acompasadas, llegamos a una casa de una planta, aparentemente modesta pero realmente bella y con un poder de atracción ante el que era imposible resistirse. Mientras sonaba la parte álgida del “Lago de los cisnes” y yo miraba a unos y a otros, sin darme cuenta me quedé sólo ante la puerta, mientras que detrás mis traviesos personajes que tanto me habían calado, se quedaron con expresión risueña formando un abierto semicírculo e invitándome insistentemente a entrar en lo que luego me pareció un palacio silvestre. La música paró y el viento comenzó a silbar un sonido inquietante. Me volví y los duendes tan risueños ya estaba callados y con los gestos nerviosos me decían que entrase de una vez. No quise defraudarles y casi sin tocar la puerta se abrió. Una luz azul de brillo intenso se apoderó de la estancia e iluminó la figura de la princesa del Bosque, Campanela, ataviada con una suave y pequeña gasa blanca que la hacían más hermosa. Así que en medio de una escena radiante, ya en plena naturaleza, el bosque se hizo de una fantasía desbordante con una Campanela sonriente que recibía a un sorprendido  príncipe azul. Estaba claro que en esta ocasión Cupido había contado con los duendes y algunos leñadores como cómplices, por lo que las flechas sentenciaron a la nueva pareja. Pronto comenzó a sonar “El Danubio azul”, y Campanela y Gabino comenzaron a girar, y girar más  y más intensamente que nunca uno hubiese podido imaginar. Y de repente comencé a ver las estrellas, y no pudiendo aguantar más el fuerte ritmo que me  imponía la princesa, caí al suelo conmocionado cuando ya me había ganado el beso del amor. Fue un amargo despertar tras haber vivido y saboreado un dulce maravilloso. No he dicho que yo, Gabino, desperté cuando me hallaba durmiendo la siesta debajo de un pino y me cayó en la cabeza una piña del mismo. Y para acabar tan cursi como en tantas narraciones, “colorín colorado este cuento se ha acabado”.

MANUEL ESPAÑOL


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