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HORA BRUJA / LA VIDA ES UN CARRUSEL


La vida gira y gira sin cesar como si de un carrusel tragicómico se tratara, con sus altos y bajos ondulados, con sus caballitos que suben y bajan, con los cilindros que se mueven paralelos al suelo, como los tiovivos que te produce emociones controladas y sensaciones sorprendentes, ya negativas, ya positivas. Siempre quedará en mi memoria por lo impactante que fue, la noria del Prater de Viena, aquella en la que los personajes de Holly Martins y Harry Lime encarnados por Joseph Cottens y Orson Welles respectivamente en “El Tercer Hombre”, hablaban de la muerte, de la vida y la sinrazón. La película es fascinante fotograma a fotograma de principio a fin, y da vida a una auténtica obra maestra. Debo reconocer que desde bien pequeño sí, que me gustan los campos de carruseles con atracciones, muchas de ellas cargadas de  estímulos para avivar la imaginación, con distintas variantes según quien toma parte de ese mundo aparentemente enloquecido en el que se sienten emociones de todo tipo. Así es la vida, como un carrusel en el que se ríe, se grita y a veces hasta se llora.
 No hace mucho fui junto al entrañable Marcelo, maduritos los dos, a divertirnos a un recinto ferial, en el que la atracción más fuerte era la Montaña Rusa. Lo dudé mucho, pero al final compartí asiento con el insensato de mi primo, y… ¡vaya pareja desestabilizada!: bajadas verticales, subidas verticales, vueltas rápidas de 180 grados. Tenía la sensación de que mi cuerpo flotaba sin rumbo en el aire amplificador de nuestros gritos, que los testículos se me subían a la garganta, de… Y tan perdido me veía, que al momento decidí tomarlo por la tremenda divertida, actitud que no sé los motivos, pero que desesperaba a mi primo, tan nervioso, que ganas pasaron por su mente de haberme asesinado, o de abrazarse a mi para frenar mis ímpetus majaras, o para caer sobre superficie mullida en caso de  fallo con el consiguiente salto al vacío. Para distraerle de tanta histeria, yo le decía con voz entrecortada eso de “canta, canta y eso te calmará”. Y al muy tonto no le dio por hacer otra cosa que a lanzar sus primeras notas del aria “Adiós a la vida”,  de la ópera “Tosca”, que neutralicé tapándole la boca, porque hay que reconocer que el angelito no tiene precisamente la voz de Plácido Domingo. Y en esa situación… 
Una vez ya en tierra firme, que es donde uno se marea de verdad, Marcelo, que es un gran admirador del expresionismo, y más concretamente de Edward Munch, y me dijo que por un momento se había sentido el protagonista de “El grito”, que la experiencia le había parecido terrorífica, que no repetiría ni borracho; me “susurró” a base de berridos, que ya no me aguantaba, y que no me volvería a traer a casa morcillas, jamón y chorizo del pueblo. Y con semejantes amenazas intenté calmar la situación, le hablé de ese hijo que estaba en camino, y muy curioso él me cortó sin contemplaciones y con una risotada que todavía suena allá por La Patagonia: “Gabino, ¿qué historias me cuentas? Anda, no me hagas reír, que el único embarazo que hay aquí es el tuyo, eso sí, un embarazo mental y como un monumento de Pedro Botero”. El caso es que del mal café que tenía, el muy somardón pasó a hacer gala de su buen humor. Algo positivo había conseguido tras el cabreo que llevaba contra mi. “Y ahora primo, cuéntame lo que pensabas allá arriba”. La respuesta era fácil: “Pues como siempre y como es habitual en mi, en nada. Miedo, nada, y pánico, todo el del mundo. También creía que iba a morir sin haber hecho testamento, que pensaba te quedases con la trompeta de Louis Armstrong que había comprado en una subasta del rastro, que me parece que la que compraste hace un tiempo al zíngaro de la cabra ya la tenías vieja, ya que cuando la tocabas las vacas de pueblo dejaban de dar leche”. Y ante tanta guasa surgió la idea de echarnos algunos vasos de vino dulce acompañados de rosquillas anisadas que vendían en la feria. Así que de la palidez que teníamos, los colores nos volvieron a la cara ya mucho más risueña. Nos subimos a la rueda del túnel del miedo, y una diablilla le soltó un buen escobazo a Marcelo, que muy rápido de reflejos se la quitó de las manos y le pidió entre risas que acudiese a buscarla. Y vino, pero no ella, sino un diablo de 2 metros, con tridente y escobón, que fue mucho más persuasivo que su compañera. Al salir del túnel, diablos y clientes no parábamos de reír, y tras estrecharnos las manos con nuestras mejores sonrisas, fuimos a montar a un carrusel de caballitos dóciles, que al montar nos decían: “Sube conmigo, amigo” y a continuación sonaba una agradable musiqueta. Y montados en nuestras cabalgaduras emprendimos la imaginaria ruta del lejano Oeste, cargados cada uno con un pequeño paquete de churros azucarados. De esta manera nos sentíamos como niños. Que sí, que a la vida hay que echarle azúcar para neutralizar la acidez que nos invade, si bien me gusta más lo picantón, la ironía y el sentido del humor y sentirme niño.

MANUEL ESPAÑOL

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