Siento que mi voz se queda muda. Se forma
un nudo en la garganta. No puedo controlar mi articulación con las emociones que
me atenazan. Pero tengo el pensamiento silenciado, que nunca será silencioso ni
plano. Quiero sentirme libre para poder hablar desde mi corazón. Creo que podré,
aunque tengo mis dudas. El 23 de abril de 2016 hace poquitos días que ha pasado
a la historia, pero mi recuerdo es tan vivo, que en estos momentos lo siento en
presente. Es la festividad del patrón San Jorge y Día de Aragón. Estoy en
Zaragoza, camino de la Fundación José Antonio Labordeta, donde se celebra
Jornada de Puertas Abiertas. La
Fundación no tiene ánimo de lucro y su
planteamiento fundamental es el de promover los valores de libertad, igualdad y pluralismo ideológico
defendidos por Labordeta abriendo caminos a lo largo de su trayectoria vital.
Estamos a la salida de mi domicilio y mis pensamientos
unidireccionales me llevan a la calle Buen Pastor, a la plaza Santa Isabel, a
la iglesia de San Cayetano y por calle el Temple, que también forma parte del
paisaje de mi época más joven y algo revoltosa por mi parte, cuando entré en
contacto con la Familia Labordeta. ¡Qué familia! Era mi época en el Colegio
Santo Tomás de Aquino, un lugar donde se impartía ciencia y donde se sacaba a
relucir lo mejor de los sentimientos humanos, que lo malo se quedaba
difuminado. Personas como Miguel, Manuel y José Antonio abrieron unas huellas inmensamente
profundas a través de un camino lleno de una generosidad que nunca se podrá
borrar de mi interior. No conocí a don Miguel el progenitor que transmitió a
sus hijos los genes de la poesía, la sensibilidad de los artistas creativos… Pero
me había comentado mi padre tanto y tan
bien de él… Sí conocí a doña Sara, la madre, con su bondad y desprendimiento que se reflejaban en
su mirada.
Pero qué digo… No quiero incidir de manera excesiva en
los recuerdos de un niño malo que casi no había llegado a joven. Lo que deseo
es proyectar mis sentimientos hacia una persona, un aragonés genial y a la vez
de espíritu universal y justo, que tan sinceramente cantara a Aragón con su
corazón abierto. Sí, camino por la calle y paso a paso me cargo de sueños sin
pisar tierra, sesteando en una nube. Cruzo un paso y un coche me despierta con
su bocina, no sin razón.
He cambiado de acera y de mi mente surgen canciones que
han hecho historia y que mi momento de excitación mental me devuelve la memoria
al recordar sus letras. Por mi maltrecho cerebro y en toda una sucesión de
imágenes, pasan los recitales que José Antonio dio en la vieja piscina de
Biescas, junto a La Bullonera y Joaquín Carbonell, el del polideportivo del
Colegio Mayor La Salle, Jardín de Invierno de Zaragoza, Palacio de los Deportes
de Madrid con Moustaki, Expo 98 Internacional de Zaragoza, Plaza del Pilar,
Centro Galileo Galilei de Madrid… Y mi cara dibuja una sonrisa cuando recuerdo
ese recital improvisado con la sola ayuda de su guitarra, frente al Congreso de
Diputados, en un día grande de una manifestación de los aragoneses en la
capital de España, a la que asistieron unas cien mil personas. Él era la fuerza
con poemas y canciones que llegaban al alma.
Así, sumido en mis pensamientos llego al número 5 de la calle Mariano Barbasán, si bien la entrada
a la Fundación es por la calle Latassa. Entro, escucho una canción del maestro,
observo con detenimiento cómo ha sido trasladado allí su despacho, con su mesa,
su máquina de escribir. Las paredes están llenas de fotografías de todas las
épocas y momentos. Noto que una parte de mi corazón se va a quedar ahí. Vuelvo
la cabeza y mi mirada se cruza con la de Eloy Fernández Clemente, director y
fundador de “Andalán”, pero lo más importante: amigo especial de José Antonio.
Nos damos un abrazo y no puedo manifestar todo lo que siento en ese momento.
Entro en el salón de actos, en el que me da paso su viuda Juana de Grandes y
nuestro cariñoso saludo consiste en un una mirada a los ojos llena de
expresión. Allí se leen poemas de José Antonio y Miguel Labordeta, de Blas de
Otero, fragmentos del Quijote… Juana me invita a salir a recitar. No hay nada
que desee más, pero mi cabeza se ha quedado en blanco. Mi pregunta: “¿Qué
quieres que lea?”. Me da a escoger entre
varios libros. Abro uno y en la página correspondiente observo un poema que se titula “Canfranc”. Es
hermoso, y… lo que casi nunca me ha ocurrido en todas las ocasiones en las que
he hablado en público, me pongo nervioso. Este santuario de la poesía y de la
música me impone. Pero por lo menos he contribuido en la celebración de una
mañana, de un día muy especial. Poco después escucho dos canciones
interpretadas por Santiago del Campo, que me impresiona con su voz y su
dicción. Vuelvo a escuchar a Labordeta con su nuevo e inédito disco realizado a
base de grabaciones de distintas épocas de su vida, que quedaban íntimamente
guardadas en su domicilio. Saludo de nuevo a Juana para decirle hasta pronto, y
el nudo me ha vuelto a la garganta.
Ha sido una mañana muy especial que guardaré en mi
recuerdo. Dicen que recordar es vivir. José Antonio Labordeta está vivo, está entre
nosotros.
MANUEL
ESPAÑOL
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